Tras cuatro intentos sin lograr la cumbre del Domuyo, el autor nos invita a ver las otras cimas a las que nos lleva la montaña cuando estamos atentos a escucharla y escucharnos.
En la vastedad imponente de la montaña, donde los vientos susurran historias milenarias y los picos se alzan como testigos silenciosos del tiempo, se forjó una amistad entrañable que marcó mis travesías en la naturaleza. Juan Emilio Cid, conocido cariñosamente como Chilo, fue mi compañero en esta odisea montañera. Mi espíritu, inicialmente desalentado por la percepción de mi lentitud y falta de energía frente a otros montañistas, encontró en Chilo un mentor que me enseñó la verdad esencial: en la montaña, la velocidad cede ante la conexión profunda con el entorno.
Nuestra travesía comenzó con el Tromen, compartida con colegas y amigos enamorados de la montaña. El Lanín y el mismo Tromen quedaron atrás, pero el Domuyo se alzaba como el desafío supremo. Más alto, más imponente; la montaña nos llamaba con un susurro desafiante.
En nuestra primera excursión, un grupo diverso de compañeros de trabajo y amigos de Chilo se aventuraron hacia la majestuosidad del Domuyo. Bajo un cielo estrellado, en una noche que parecía detener el tiempo, Chilo compartió una verdad universal: "Daniel, ¿cuánto vale esto? No hay dinero que pueda comprar en este momento".
Aunque éramos muchos, la cumbre del Domuyo se nos resistió. Las condiciones del paso de montaña, desprovisto de nieve y cuerdas, nos obligaron a descender. Pero este revés nos brindó un regalo inesperado: un lecho de piedras con vestigios de fauna marina, una ventana al pasado cuando esa tierra estaba sumergida en el mar.
El segundo intento, marcado por la ausencia de Juan Emilio Cid, se convirtió en un tributo a su memoria. Pero mi afán de trascendencia me llevó a un encuentro con el "Cura Brochero de Neuquén", Diego Canale. Este incansable sacerdote, montado en su mula o a veces en una 4x4, atendía capillas en lugares remotos de la Cordillera de los Andes. Nos sumergimos en la solidaridad, recolectando zapatillas deportivas para los niños del norte neuquino. En una cena familiar, una niña nos impartió una lección de sabiduría: "Siempre es preferible responder con un no ante lo desconocido, porque esa decisión se puede revertir. En cambio, decir sí de entrada no tiene vuelta atrás". De los cinco que emprendimos el ascenso, solo uno llegó a la cima, representándonos a todos. Mi decisión de descender, motivada por vientos y peligros potenciales, se reveló como una elección sabia para preservar la seguridad.
En el desafiante y sublime reino de las montañas, cada ascenso es una danza entre el espíritu aventurero y la sabiduría de la naturaleza. En mi tercer intento de conquistar esa cumbre deseada, encontré en José de Vicenzo y Miguel Ibáñez, un par de almas afines cuyos pasos resonaban con la misma pasión por la verticalidad. Con Miguel, oriundo de la pintoresca Manzano Amargo, compartí más que el deseo de alcanzar la cima; sus relatos, tejidos con la poesía del Norte neuquino, enriquecieron mi viaje con un nuevo entendimiento del alma de aquella región.
Sin embargo, la montaña es maestra severa y nuestra travesía no estuvo exenta de desafíos. Un error en la elección de la ruta inicial, nos hizo perder valioso tiempo, mientras los vientos gélidos del amanecer nos recordaban la fragilidad de nuestra existencia frente a la majestuosidad implacable de la naturaleza. A pesar de nuestros esfuerzos, la inclemencia del clima nos obligó a retornar al Campo Base, una humilde rendición ante los caprichos de la montaña. Este viaje nos llevó a la cima de la autoconciencia y a días compartidos con la cálida familia de Miguel en Manzano Amargo.
Fue entonces, en aquel instante de reflexión, entre la niebla y el eco del viento, cuando vislumbré la verdadera lección que la montaña tenía para mí. Al observar a otros grupos, guiados por expertos, cuyos pasos eran precisos y eficientes, comprendí la importancia de reconocer mis propias limitaciones y aceptar mi condición de montañista aficionado.Aquel fracaso no fue una derrota, sino una invitación a buscar el conocimiento y la experiencia de aquellos que han hecho de la montaña su hogar y su maestro.
El verdadero tesoro de nuestro viaje no radicó en la cima alcanzada, sino en los días compartidos en Manzano Amargo. Allí, entre arrieros y gente sencilla, descubrimos el verdadero latido del Norte neuquino, una melodía antigua y poderosa que nos recordó que más allá de la conquista de las alturas, la esencia de la montaña, reside en la comunión con la tierra y sus gentes. En Manzano Amargo parecía que el tiempo se detenía y en ese susurro de la eternidad encontramos una Argentina que apenas se asoma en los mapas, una Argentina de corazón salvaje y alma indomable.
En el umbral del año 2024, un eco resonante me llamaba desde las alturas, una melodía que susurraba el desafío de la cumbre aún no conquistada.
Inspirado por un párrafo de la pluma del célebre Yasunari Kawabata, cuyo arte, sutilmente captura la esencia de la vida y la naturaleza, me ví imbuido de un profundo sentido de propósito. ¿Qué señales nos llegan cuando el tiempo nos llama a saldar nuestras deudas pendientes?. Es el momento de acelerar nuestros pasos hacia la plenitud, guiados por el tic-tac implacable del reloj vital?.
Convencido de que era la hora de la verdad, me dispuse a emprender mi último intento. Esta vez, rodeado de guías experimentados, me aventuré en solitario, mientras mi familia encontraba refugio en Las Ovejas. Entre mis compañeros de ascenso, hallé un filósofo de la montaña, cuyas palabras resonaron como ecos ancestrales en las alturas.”En la montaña, una sola cima se alza, pero infinitas cumbres aguardan nuestra exploración”, proclamó durante nuestras conversaciones nocturnas.Esta revelación sacudió los cimientos de mi concepción del éxito en la escalada invitandome a descubrir nuevas alturas en mi propio ser.
La madrugada del día planeado para la cima, la calma reemplazó a la ansiedad mientras ascendíamos en las primeras horas de la aurora. Aunque una voz interior susurraba dudas, opté por escucharla con atención. Al comunicar mi decisión al grupo, el desconcierto se apoderó de ellos que intentaban comprender si mi salud física estaba comprometida pero yo les expliqué que mi elección era más un asunto del Alma que del cuerpo. Y determinado a no poner en peligro al equipo, di media vuelta en ese momento crucial.
Las razones que me llevaron a tomar esa decisión, aún flotan en el misterio del aire de la montaña. Sin embargo experimenté una paz y serenidad inquebrantables, libres de arrepentimientos o vacilaciones. Este fue mi último intento. Aunque las cumbres físicas del Domuyo permanecieron inalcanzadas en estos cuatro intentos, no puedo ignorar las cumbres espirituales que alcancé en el camino. Giuseppe Mazotti, eminente escritor y alpinista italiano, distinguía entre aquellos que encuentran una conexión poética con la montaña y los apasionados del alpinismo. Para mí, el montañismo se traduce en el arte de inmortalizar la majestuosidad de las montañas a través de la fotografía. Pero más allá de las cimas físicas, las cumbres personales, esos momentos de introspección y transformación interna, se revelan como los logros más significativos en mi travesía.
Así concluye mi relato del Domuyo, una montaña que desafía y acaricia el alma montañera en cada paso. Cada intento, cada decisión, se convierte en un lienzo donde se pintan los matices de una travesía única y eterna. En cada paso, en cada renuncia, descubro una cumbre propia, infinita y única, tan valiosa como cualquier pico elevado. En las alturas del Domuyo, la montaña, con su grandeza y misterio, sigue invitándome a explorar sus caminos y descubrir nuevas cumbres, siempre con el corazón lleno de gratitud y humildad.
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