Integrantes: María Inés Comuzzi, Federico Barberis, Lisandro Arelovich, Leticia Muratti y Glauco Muratti
Dos décadas atrás habíamos pensado que este trayecto estaba dentro de nuestras ”habilidades” y “estilo”: marchar por terreno que no conocíamos aprovechando la geografía, movernos livianos y rápidos.
Un sinfín de proyectos la fueron postergando.
Pero a fines de 2024, charlando durante el curso de montañismo de nuestro grupo, como al pasar, María Inés Comuzzi dice:
—A mí lo que me gustaría es hacer la travesía de San Juan a Mendoza.
Comentario inocente que gatilla esa energía que siempre anda buscando una excusa para empeñarse en algo insensato.
—¿Cuándo salimos? —contesté.
—¡Pará! ¿Y si no hay paso? —pregunta Leticia.
—Será como en tantas…habrá que volver…Pero hay que intentar —respondí.
Las andanzas de tantos años en los Andes Centrales, haber resuelto incógnitas de cerros sin ascensos y nuestro privado culto del minimalismo, no nos dejan dudas.
Así, pocos días después, con Lisandro Arelovich, Maria Inés Comuzzi, Federico Barberis y Leticia Muratti nos encontrábamos resolviendo los últimos detalles.
Al comienzo seguiríamos los pasos de las columnas militares del ejército de San Martín, actualmente grabadas por las sendas de mulas y caballos por excursiones turísticas, que depositan una cierta espiritualidad en marchar sobre los pasos del Libertador.
Paul Gussfeldt hizo el primer intento moderno al Aconcagua penetrando desde Chile y avanzando hacia la montaña por lo que sería la parte media de nuestra excursión.
Así que no se trataba el nuestro de un trayecto ”inédito”, mas bien lo contrario, había antecedentes históricos y tal vez incluso previos un este recorrido que aprovechaba ese bellísimo espacio deshabitado que, casi sin interrupciones, transcurre por el oeste de la Republica Argentina, desde la Puna hasta los Andes Patagónicos.
Pero probablemente era la primera vez que se haría prescindiendo del apoyo de animales.
Marcharíamos paralelos al sector donde “acontecimientos excepcionales”, al decir de Reichert, rompieron la normal coincidencia de altas cumbres y divisoria de aguas: Al sur de Las Cuevas atravesar la cordillera no es sencillo, la divisoria de aguas este-oeste se superpone con grandes alturas, Vn. Tupungato, Nevados Polleras, Plomo y Juncal. En cambio, al norte del Cristo Redentor, la cordillera cambia de carácter y la división política pasa por alturas que no llegan a los cincomil metros mientras enormes montañas como los cerros La Ramada, Mercedario o Aconcagua, quedan totalmente en territorio Argentino por una sencilla razón: todas sus aguas contribuyen a las cuencas orientales de los ríos de Los Patos y Mendoza.
La frontera es atravesada por cantidad de portezuelos que apenas llegan a los cuatro mil metros que -por permeables- tienen una prolongada trayectoria en el tráfico de bienes, animales y personas. Pasos que van a parar a extraordinarios espacios grabados por al erosión glaciar recorridos por generosas corrientes de agua, las quebradas Matienzo y del Río Volcán.
La presencia incaica en la actual provincia de Mendoza permitía sospechar que esos valles amables, con leña, agua, reparo y abundante caza podían haber sido usados por la cultura previa.
Queda definida la fecha de partida: el primer día de Febrero. No había que dejar pasar el verano avanzado; se habría derretido buena parte de la acumulación de nieve invernal, preveíamos que los portezuelos a traspasar, a 4.450 metros de altura el primero y 4.850 metros de altura el segundo, estarían libres de nieves penitentes. Las corrientes de agua no estarían tan embravecidas y la temperatura mas bien causaría problemas por calor que por frío.
Si bien conocíamos solo la parte final del recorrido (Quebrada Benjamín Matienzo, Cajón del Gringo), estábamos seguros de poder desplazarnos sin otros problemas que el vadeo de los ríos.
De la alimentación se encargó Federico que con especial esmero logró que para los 10 días de marcha cada uno cargara con 400 g diarios, en total 4 kg. por cabeza.
El equipo común también nos permitió ese juego que tanto nos gusta, tener todo lo necesario pero en cantidad mínima. Dos tiendas muy ligeras, pequeños calentadores, ollas y mate, un par de garrafas. Un grampón por cabeza (o sea 2,5 pares), dos piolets con pala y una cuerda de 30 m permitirían resolver muchas mas cuestiones “técnicas” que las que imaginan los especialistas. Botiquín, elementos de reparaciones, panel solar y comunicador satelital. Dos kilos más por cabeza…
Cada uno compuso su equipo individual, la experiencia sobraba, abrigo mínimo, ya lo habíamos hecho: dormir bajo y atravesar las alturas de día.
Agua íbamos a tener casi siempre; en todo caso estábamos acostumbrados a marchar muchas horas con poco líquido.
Dan vueltas por nuestro ambiente muchos conceptos erróneos. La seguridad no siempre pasa por tener, moverse liviano es moverse rápido y seguro: en Barreal las mochilas, sin contar la ropa puesta y los bastones, no pasaban de 12 kg.
Pero como siempre, al final de todo, balanza en mano el dialogo de siempre se repetía, se tratara de desinfectante, un mosquetón o unos gramos de avena:
—¿Llevamos esto?
—¿Cuánto pesa?
—…
—¡Mejor lo dejamos!
Un luminoso mediodía, nos dejan en la zona del Refugio del Ski Club de Barreal. Antes habíamos solucionado una pequeña cuestión logística, porque partiríamos de un lugar y saldríamos por otro sin transporte público entre ambos: el día anterior habíamos dejado un vehículo en Las Cuevas.
Al cuerpo le cuesta adaptarse. Insólitamente durante un buen rato, con rumbo este, perdemos altura hasta que a 2.850 metros de altura, entre profundas y áridas cañadas torcemos al sur para atravesar el Río de Las Peñas.
Detenerse y descalzarse, pantalones, zapatos y medias a la mochila, quitarse o arremangarse los pantalones. Pocos pasos pero con cierto cuidado porque las rocas del fondo están cubiertas de vegetación y los pies patinan.
No lo sabemos pero será el primero de varias decenas de vadeos.
Las sendas son anchas y claras, poco a poco y siempre en rumbo oeste, recuperamos la altitud perdida en los primeros momentos. Tres vadeos más adelante pasamos Los Hornitos, cruzamos jinetes de una caravana turística y nos relajamos en nuestro primer vivac. Cuesta trabajo abrir pequeños nichos para las bolsas de dormir y, como sería norma, dormimos todos desparramados, cada uno por su lado. La humedad del piso y el río próximo hacen que algunos pasemos un poco de frío.
La mañana siguiente empieza mi propio ritual, lo que tanta satisfacción me da, encender un pequeño fuego con el rescoldo de la noche, poner la pava y momentos después despertar a mis compañeros con un mate.
Pasadas las nueve, se reinicia la marcha con nutridos vadeos que en poco tiempo nos dejan en el algo deteriorado Refugio Soler. Por el norte, aunque no lo vemos, se presiente la avasallante masa del Cerro La Ramada, una de las montañas más altas de nuestro país.
El valle pierde su carácter fluvial y la marcha se hace cómoda.
Cerca del Cordón del Espinacito otro grupo ecuestre nos alcanza.
—¿Para dónde van? —pregunta el muchacho que dirige la larga fila. Está extrañado, por ahí son pocos los que marchan de a pie.
—Las Cuevas... —responde desafiante Fede.
—¿Dónde? —Escuchó bien, pero insiste, le parece inconcebible...
—Las Cuevas, Mendoza —aclara Leticia señalando un indefinido punto al sur.
—¿Están seguros de lo que están haciendo?
Mientras la tropa dobla a la derecha hacia el Paso del Espinacito nosotros nos adentramos en un áspero vallecito hacia el Paso de La Honda en el que horas después nos presentamos puntualmente.
La altitud alivia el calor, la vista impone en magnitud lo que estamos intentando. El Aconcagua tan lejano y al sur…y nosotros, como en un monumental extravío insistimos con el rumbo oeste.
Es media tarde, pero estamos contentos, solo queda perder altura brutalmente y reencontrar el agua y la leña que permitan cocer el guiso de lentejas que hoy nos toca.
Este vivac tiene a la vista una maravillosa vega rodeada de una vasta ladera que el sol del ocaso tiñe de rojo intenso.
Algunos desajustes hacen que las lentejas queden crudas y las ollas revestidas de un denso barniz negro que solo la pericia de Inés consigue remover.
En el estudio previo del recorrido, había armado mapas escala 1:20.000, hoja A4 “apaisada”, unos 7 x 10 km. Un total de trece mapas, un largo espacio. En los primeros días, a pesar del esfuerzo, apenas habíamos conseguido arrimarnos al final del segundo mapa. Pero no desesperábamos, con optimismo suponíamos que en algún momento, al dejar el rumbo oeste, podríamos traspasar dos mapas por jornada.
Retomamos el descenso hacia el valle superior del Río de Los Patos. En una hora pasamos un campamento de arrieros y subimos hasta el Puente de Tierra donde por fin empezamos a ver un inmenso valle casi partido al medio por una extravagante colina alargada, roches moutonees evidencia del paso de un inmenso glaciar.
Antes de mediodía entramos al Valle de los Patos y apuntamos al Refugio Sardina a unos 5 kilómetros. En el vadeo de un río que viene del norte veo que mis compañeros, cansados del trastorno que acompaña cada vadeo, mojan su único calzado bajo mi desaprobación.
—Eso no esta bien…
Cuando parece que ya alcanzamos el refugio aparece una extensa zona de bañados y lagunas. Con buen criterio Inés y Federico hacen un amplio rodeo. En cambio Leticia, Lisandrito y yo con religioso apego a la recta terminamos sumergidos hasta la cintura en el barro y el agua.
En el refugio, apenas al llegar, somos invitados a almorzar por un grupo de jinetes sanjuaninos: insospechados y deliciosos fideos con vino tinto…
Cada día tememos la hora de la siesta, hoy para mi resulta especialmente agobiante, apenas puedo seguir a mis compañeros. Pasamos una acumulación de piedras que parece una antigua militar, corrales invadidos por la maleza y cuando ya el sol se pone damos con el sitio del tercer vivac. Como siempre sin mucha indecisión, sin buscar demasiado, casi donde caemos, quedamos…dormimos sobre arena.
Conversamos mientras se va la luz. Todos sienten el rigor de la marcha. Hoy no menos de 25 km que nos ponen al final del cuarto mapa.
En un rincón del enorme espacio que han abierto los hielos del Aconcagua y el Mercedario, hay un gran campamento, probablemente de los grupos turísticos que cabalgan sobre las huellas del ejercito Sanmartiniano.
Casi encima el cordón fronterizo, a media mañana del cuarto día, dejamos las huellas que seguimos hace tres días, en adelante los rastros serán de guanacos.
En adelante estaremos solos y probablemente no haya retorno.
—¿Como se sienten? —interrogo parándome en seco.
— Bien —responden todos sorprendidos por la pregunta.
—¿Se dan cuenta que justo acá terminan las certezas? —pregunto a modo de aclaración.
Las paredes de roca de la margen este tienen mas de mil la metros de alto y están trazadas con gigantescas marcas que les ha dejado la erosión del glaciar.
Vadeamos otro arroyo ingresando en otro tramo de bañados. Durante un par de kilometros marchamos entre lagunas, barro y gramineas que lastiman los pies descalzos. La manada de guanacos más grande que vi en mi vida toma prudentemente altura por las laderas del oeste.
Enseguida el río Volcán empieza a confinarnos contra su margen oeste y no hay mas remedio que vadearlo.
El problema es que, en algún momento, para poder seguir adelante, vamos a tener que volver a cruzarlo y con estos ríos de montaña nunca se sabe.
Como siempre el almuerzo esta un poco asfixiado por el calor, el suelo rocoso arde, es más el calor que viene del piso que el del cielo.
Cada día es como para escribir un libro: aparecen enigmáticos pirqueados. Aunque la temperatura agobia y la marcha apremia desviamos para examinar los restos. Vista plena al Aconcagua, prolija técnica, doble pared de piedra rellena de material suelto (no local, canto rodado traído desde el río), puntales de madera enclavados entre las caras. Indudablemente han sido usadas por arrieros y contrabandistas pero…¿serán todavía más antiguas? Tal vez un poco faltos de objetividad con Lisandrito creemos ver un par de tramos de un camino ancho y recto.
La quebrada cambia de carácter, queda comprimida por abanicos aluviales, marchamos subiendo y bajando. No me gusta, en un momento me doy vuelta y dominado por el pesimismo, sentencio:
—¡Estamos en problemas!
—¡Por el río no hay paso! —dice Lisandrito en voz baja.
—¡A la izquierda! Hay un colladito que parece amable —dice Leticia.
Mientras descendemos hacia el río observamos que en la ribera oeste pastan cientos de guanacos.
Preparamos el vivac sobre una vega y mientras escuchamos música y esperamos que las lentejas se ablanden, alguien pregunta:
—¿En que mapa estamos?
Aunque no llegamos a creerlo, todos estamos pendientes del número, de alguna manera le da cierta certidumbre aritmética a nuestro avance
—Siete —respondo rápidamente porque a esta altura me sé casi todo de memoria.
—Si de trece estamos en el siete… —calcula Federico.
—¡Ya pasamos la mitad! —Lisandrito cierra la estimulante idea.
Cerros sin nombre
Como siempre unos mates y a marchar. Hoy todo empieza con una travesía un poco delicada sobre el río furioso. Después Federico, Leticia e Inés se adelantan hacia el portezuelo que vimos el día anterior. La paso mal en la subida por un espasmo bronquial, pero cuando me asomo, la vista es una maravilla. No solo es la presencia del Aconcagua. ¡El camino parece despejado!
En una hora estamos al pie del que denominamos ”Primer glaciar de escombros” una magnífica corriente rocosa que, con aspecto similar a un glaciar, desciende de las laderas de un cincomil sin nombre. Por sendas de guanacos pasamos por encima de la formación y rápidamente nos acercamos al ”Segundo glaciar de escombros”.
En unos momentos se resuelve el problema que me preocupa desde ayer, vadeamos y volvermos a la ribera ”correcta” del Río Volcán, con suerte será el último.
A pesar de superar los 3.500 metros de altura, asusta la irradiación del suelo, tememos enfermar por calor.
Atardece cuando decidimos nuestro quinto vivac en una amplia planicie con vista este a intimidantes paredes rocosas de cerros de cinco mil metros. Escucho cómo Federico hace planes para regresar a subirlas. No digo nada, las experiencias en carne propia son las más valiosas.
Otra vez nos desparramamos, cada uno en un pequeño hoyo de vivac parecido al de los guanacos…
La marcha del sexto día es sencilla, vamos tomando altura, el ”tercer glaciar de escombros” queda atrás. Esta jornada, además de fatiga y tortuosos ascensos entre arroyos turbulentos y glaciares cubiertos, va presentando malas noticias, que al final resultan falsas.
Primero un collado enriscado que no responde a la idea que teníamos de nuestro posible sitio de paso y que una hora más tarde dejamos atrás, solo era un contrafuerte secundario.
Enseguida aparece otro filo con una empinada canaleta de nieve.
—¿Ese es el abra? —Preguntan al unísono Inés y Leti.
—Parece que sí —contesto preocupado y haciendo cálculos sobre la técnica que deberíamos usar para pasar.
—Por suerte tiene penitentes —apuesta Lisandrito— un resbalón no va a ser grave.
—Nos queda comida para tres días, si tenemos que volver vamos a pasar hambre… —contesta Fede.
—Sube él primero y fija la cuerda para los que vienen atrás —pienso en voz alta— no es la primera vez que lo hacemos.
—¡Pero la cuerda tiene treinta metros y la canaleta parece larga! —Inés se alarma y se detiene.
—Es cuestión de paciencia —razona Fede— pero pasar…tenemos que pasar.
Como sea, seguimos tomando altura rápidamente por terrenos salvajes, tal vez nunca pisados por humanos. Casi todo se desmorona, en largos trechos avanzamos por encima de un arroyo. El sitio del almuerzo, como es la norma, es algo deprimente pero con agua clara.
Encaramos una quebradita sobre la derecha del valle y, de repente, a la izquierda de la tenebrosa canaleta de nieve, casi tímidamente…¡Aparece el verdadero collado! ¡Es incluso mas sencillo de lo que imaginábamos!
Cuando sobre los 4.400 metros de altura, el valle, que denominamos “Tres Lagunas” se vuelve llano, acampamos entre un arroyo y una laguna. Inés construye un parapeto para el calentador, no hay leña, será la única noche que vamos a usarlo. Mientras Leticia y Fede se van cada uno por su lado a cumplir su ritual de baño diario, exclamo triunfal:
—¡Estamos en el mapa nueve!
La mañana del séptimo día, más abrigados que de costumbre, retomamos el trayecto hasta el paso. Sorteamos las alargadas formas periglaciares con toda eficiencia, la experiencia nos permite anticipar lo invisible y desconocido.
Acostumbrado a movernos rápido, el col llega de golpe. Lo llamamos “Portezuelo del Olvido”, la frontera provincial con vista plena al pequeño valle englaciado que nos llevará a lo que soñamos desde hace días, el Cajón del Gringo y la quebrada Benjamín Matienzo.
Como dice Leti, festejamos como en una cumbre.
De bajada tomo la delantera, con el recuerdo de 15 años atrás desconfío de un descenso directo y trato de mantenerme en la ladera este: Buena parte del glaciar del Olvido esta cubierto, la roca enmascara una serie de barrancas de hielo.
Otra vez el pobre Lisandrito sufre la abrupta bajada, tiene los dedos meñiques de los pies en carne viva. Pero no se queja. En el Cajón del Gringo el agobio del calor de mediodía nos alcanza como un mazazo.
Antes de desembocar en la quebrada Matienzo toca subir para evitar una barranca erosionada por el agua. Descansamos en un sitio horizontal del tamaño de una cancha de fútbol, vista hacia el glaciar del Cerro Alma Blanca y los multicolores glaciares de escombro desprendidos del cordón fronterizo.
Nueva bajada, nuevo padecimiento para Lisandrito. Ya sobre el Río Cuevas retomamos la marcha horizontal y cruzamos a tres personas.
—¿Y ustedes de donde vienen? pregunta una muchacha sorprendida.
—San Juan…—responde Lisandro.
—¿Que?
—Hace una semana que estamos caminando —digo para que se entienda.
Enseguida queda atrás la quebrada y el Cerro Pan de Azúcar y con ánimo cansado nos desparramamos, perdemos la disciplina y cada uno se empeña en una búsqueda personal.
Federico intenta hallar agua clara, empresa insensata porque desde que a la mañana pasamos el portezuelo, cada arroyo arrastra más barro que el anterior. Leticia va por reparo, Lisandrito e Inés por leña y yo por un sitio arqueológico que visité hace años. Los restos arqueológicos no aparecen, leña hay poca y hay que tomar agua sucia pero por lo menos, gracias a Leti, hay precario reparo…
Hoy el cebador de mate se queda dormido.
Partimos más tarde que de costumbre. El largo trecho que el Teniente Aviador Benjamín Matienzo, tal vez malherido, tuvo que caminar en aquel Mayo de 1919 va quedando rápidamente atrás. Solo nos detenemos en lo que fue su última morada, de algún modo la distancia y la soledad nos acercan al joven pionero de la aviación.
Sobre la desembocadura de la quebrada Riecillos almorzamos. Por primera vez usamos un arma que hemos reservado para situaciones como esta: calor extremo. Es un ruinoso trozo de tela media sombra que en tono de burla denominamos ”tarp andino”, extremadamente liviano, pero casi inservible.
Decidimos terminar la jornada en este lugar, baños y siesta hasta que el cielo pierde la calma. No dudamos mucho, en menos de dos horas, a trueno limpio, estamos junto a la camioneta que quedó en Las Cuevas.
Regresando a Uspallata la tormenta nos toma de lleno, ya sobre la ruta corren algunos deslaves que van a mantenerla cerrada hasta el día siguiente.
Agradecimientos por datos históricos: Mario González, Daniel Burrieza, Marcelo Aguilar, Celso Boccolini, Jorge González
Notas DAV (expedición Gussfeldt) y CCAM (primer ascenso del Aconcagua desde Chile), libros Historia del montañismo Argentino. Los Hielos Olvidados. Andinistas
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