Sobre la confluencia de los ríos Taguas y Tupungato en la provincia de Mendoza, se eleva una llamativa cumbre que muestra una forma típica en la franja de rocas sedimentarias que componen el sector central de la Cordillera Principal: una cara respeta la inclinación de los estratos según el ángulo en que los dejaron las presiones y otra cara, como cortada a cuchillo, próxima a la verticalidad.
Nuestra relación con esta montaña describe un trayecto típico.
Comienza con un provocativo perfil que moviliza energías para una actividad sin recompensas, un trozo de tierra que nadie conoce en un entorno adorador de lo material y lo” útil”.
El largo camino empieza en una ciudad y termina en una cumbre sin nombre pero que nos recibe con la certeza de que, contra lo que sospechábamos, antes que nosotros hubo hombres. ¿Quiénes eran? ¿Cuándo llegaron? ¿Por qué?
La investigación posterior crea tenaces pero pacientes enlaces que van allegándonos información, como si desde la cumbre los datos nos buscaran a nosotros y no al revés.
Y la moraleja de siempre, incluso lo que se leerá en esta nota, es solo un momento de la recopilación histórica del cerro, que nunca se puede dar por completa, que tal vez sea corregida.
Porque también andinismo es historia y en los Andes no se inicia en el siglo XVIII como en Europa sino mucho tiempo antes. Entonces se debe descartar la que Christian Vitry llama” la mirada ingenua” y estar abiertos a sumergirse en el pasado.
Otoño de 2013. Temprano partimos desde el puesto de Guardaparques en Punta de Vacas por la quebrada Tupungato que muestra los típicos rasgos de un gran valle glaciar, curvas rectificadas, fondo plano.
Para Franco y para mí era un paseo por senderos pedregosos o arenosos, marchabamos livianos, con apenas 12 o 13 kilos de carga, a pesar de que llevábamos” equipo de hielo”, un piolet y crampones. Nuestro secreto fue habernos arriesgado a prescindir de las botas de montaña, estamos aprendiendo algo que va a permitir en años siguientes ascender muchas montañas lejanas.
Apenas dos horas de andar y dejamos atrás el refugio Río Blanco y el puente de hormigón. En adelante, con la desembocadura de la quebrada Fea al otro lado del Tupungato, la caminata se vuelve más seria, desaparecen los senderos. Ya el valle glaciar no existe, es el agua la que ha grabado un cañón sinuoso y empinado donde a veces apenas hay espacio para pasar, porque vadear es imposible. Cruzamos tramos cubiertos de enormes rocas afiladas arrastradas al fondo del Valle por avalanchas de la ladera oeste. En un par de horas pasamos una bella lagunita y enseguida en la zona del arroyo y el yacimiento El Plongue, buena agua y decente reparo que muchas veces usaremos para vivaquear.
Pasado mediodía llegamos” al cable” una instalación lejanamente similar a una” vía ferrata”, cien metros que se deben hacerse usando la roca para apoyo de los pies y el cable como pasamanos.
-Saquemos el equipo de roca, dice Franco mientras se rodea la cintura con una cinta y con otra se vincula al cable con un viejo mosquetón de aluminio.
-Lindo arnés…
Agradecemos las mochilas livianas.
Almorzamos al final del cable, seguimos un buen rato por terrenos espinosos hasta que justo frente a la Quebrada Santa Clara aparece el volcán Tupungato y el valle vuelve a ensancharse y aplanarse.
Es media tarde, nos hemos movido con ligereza y ahora encontramos el temperamental arroyo Chorrillos bastante crecido. Lo pasamos con cierta dificultad y terminamos merendando cerca del refugio, a prudente distancia, porque hay una notable fauna de roedores.
Al día siguiente giramos en ángulo recto y nos dirigimos al oeste por el valle Chorrillos. Intentamos evitar el cruce porque el arroyo sigue crecido, pero no es una buena decisión: complicamos el avance con entretenidos pasos de escalada en roca sobre el agua.
Otra vez demasiado temprano establecemos campamento en un pequeño afluente del arroyo principal, con los pintorescos saltos de agua como paisaje. Sería un campamento muy cómodo si no fuera por la increíble cantidad de abrojos.
La montaña es parte del corazón de un sector muy poco conocido de la cordillera principal de los Andes, el Polleras, Tupungato, Juncal, la cordillera Ferrosa, el nevado del Plomo, las alturas de los glaciares Alto y Bajo del Plomo. Por diferentes razones la zona sigue escasamente visitada, más que nada son arrieros los que transitan y conocen sus valles, pero ellos cuidan de sus haciendas, no suben a las montañas.
Una tarde del otoño del 2013 con Franco Filippini llegamos a la cumbre de unos 4.500 m.
Habíamos trajinado todo el día, nuestro campamento estaba en el primer tramo de la quebrada Chorrillos, o” el Chorrillo” como le llaman los arrieros. Larga jornada que empezó y terminó de noche a pesar de que en aquellos tiempos éramos de paso rápido. Cuando ya parecía que el día se escapaba remontamos los últimos 400 m de desnivel en menos de una hora.
Siempre nos resultó incómoda esa idea que separa montañismo y velocidad, la verdad es que con buenos resultados o no, los andinistas tratamos siempre de” llegar”, a la cima, al campamento, al final del día. No nos son propias esas modernas contraposiciones que consideran la velocidad como una especialidad o, al revés, que contraponen velocidad y montañismo. Creemos que en la velocidad, como en el peso, están implicadas confort, disfrute y seguridad. Quien quiera ir despacio que lo haga, pero no niegue que en algún momento deseará haber llegado al arroyo para saciar la sed. Quien busca la velocidad sabe que eso solo será posible sobre recorridos ciertos, pero que ante un imprevisto volverá a ser un andinista como todos y sus prioridades cambiarán: habrá que pensar primero en resolver y recién después se podrá” ir rápido”.
El día es perfecto, ni siquiera hay viento. En seguida notamos que no somos los primeros humanos: hay una pequeña y rustica acumulación de rocas con algunas plumas debajo. Revistando los alrededores aparece una larga vara de madera rota con punta de hierro que en ese momento tomamos por un antiguo piolet, aquellos de más de un metro de largo que usaban los alpinistas pioneros. La madera esta partida, astillada, lo atribuimos a “un rayo”.
Nada hay que identifique la montaña, no hay papeles, envases, si en aquel ascenso que dejó la vara de madera se dio un nombre, lo desconocemos.
Nos ha tocado varias veces ascender una montaña que se supone virgen porque se desconocen datos pero que evidencia ascensos anteriores pero ninguna denominación. No es que” renazca” el derecho de bautismo, es más bien la necesidad de identificar. Entonces se propone un topónimo sujeto a que de la inevitable investigación que seguirá una vez retornados a la civilización.
En este caso se nos ocurre ”Cerro Taguas” por el valle que delimita la elevación hacia el sur, el que se forma en la confluencia de los ríos Plomo y Toscas y que irá a confluir en el río Tupungato. Taguas son aves, una especie de patos, presentes en ambientes acuáticos.
Avanzada la tarde, con un largo regreso por delante y algunos tramos laberínticos, no tenemos tiempo para especular demasiado sobre el hallazgo. Deshacemos camino y por suerte, habiendo fijado en el recuerdo los pasos exactos para traspasar las barrancas que rodean el sector alto, regresamos a la carpa.
Siempre sitiados por los abrojos que infectan los alrededores, mientras Franco prepara una calórica comida que ha traído desde el Aconcagua, empezamos a meditar sobre el hallazgo.
Nos damos cuenta que se trata de algo antiguo, aunque lo tomamos por un piolet. Lo más desconcertante es la presencia de las plumas.
Regresados a la ciudad empiezan las indagaciones y teniendo presente que” la piqueta” hallada en la cumbre aparentaba ser muy antigua empezamos por el libro The Highest Andes, donde el inglés Edward FitzGerald, da cuenta de la expedición que a fines del siglo XIX ascendió el Aconcagua y el Tupungato.
Avanzando en la lectura quedamos atrapados por las descripciones del áspero valle del Tupungato y su mala reputación. Los malos pasos nos acercan a lo padecido por los pioneros más de un siglo atrás:
” …Nos abrimos paso a través de los resistentes arbustos espinosos, tan frondosos que algunos siempre podrían llamarse árboles, y de vez en cuando galopábamos sobre verdes pastos donde pastaban los caballos. Habíamos recorrido sólo unas pocas millas por esta ruta fácil cuando de repente nuestro camino por este lado del valle quedó bloqueado y nos vimos obligados a vadear el río Tupungato… Las alturas convergieron gradualmente, nuestro camino quedó confinado a la orilla del río y reconocimos que la descripción de Fortunato de las rutas como ásperas no era exagerada. Grandes masas de roca caída, que descendían desde los acantilados hasta la orilla del agua, se encontraban justo enfrente de nuestro camino. Las piedras, de tamaño dos veces mayor que la cabeza de un hombre, duras y no desgastadas por las fuerzas de la naturaleza, presentaban una superficie de bordes afilados y dentados y la calzada de este gigante estaba inclinada en un ángulo de 40°. Desmontamos, observamos las cargas y engatusamos a las bestias para que avanzaran. Pronto las rocas bloquearon el camino…No se puede concebir un lugar peor para las bestias de carga.” (The Highest Andes, pag. 157 y siguientes)
Al día siguiente, superada la entrada de la quebrada Chorrillos, siguen avanzando valle arriba hasta que en un momento Zurbriggen, que ya había recorrido el sector les dice:
- Fijad la vista en la ladera derecha del valle de enfrente: en unos minutos veréis al hermano gemelo del Weisshorn…”
Tal como apreció Zurbriggen, la vista que se tiene desde el valle de Täsch hacia la montaña suiza y la del valle Tupungato hacia el Polleras son, salvando los 1.500 m de diferencia de altura, notablemente similares,
Continúa el relato de FitzGerald: ”…Y efectivamente, a medida que nos acercábamos lentamente a la curva del valle, sobre la cima de la colina en De frente apareció un pico blanco, una silla de montar y luego un magnífico gigante de hielo y nieve: ésta, según nos informó Fortunato, era la montaña de Pollera, llamada así por su parecido con las enaguas cortas de aros que usan las mujeres por aquí. Ciertamente había cierta semejanza en sus contornos con la forma de la falda de una dama, ya que los pliegues blancos caían desde su pináculo más alto y se extendían en
sus pies…” The Highest Andes, pag. 157 y siguientes.
Una curiosidad que se revela es un pequeño error del inglés, comprensible porque, seguramente terminar de escribir le llevó mucho tiempo y ordenó las fotografías ya regresado a su país, cuando la forma parecida de ambas montañas, lo llevó a confundir al Polleras con la montaña sin nombre que asoma en la cabecera de la quebrada Chorrillos.
El mapa de Arthur E. Lightbody el antiguo dibujo. ¡Es otro lugar!
El trayecto que siguió Zurbriggen en su primera exploración buscando paso hacia el Volcán Tupungato está marcado en un trazo continuo y grueso. Allí se observa que en la Quebrada Chorrillos el suizo se introdujo por el valle y luego se desvió al sur, correspondiendo en términos generales a nuestro trayecto de subida al Cerro Taguas. El libro de FitzGerald, menos preciso cuando se trata de recorridos en los que no participó, no introduce ningún dato adicional. Sin embargo, la comparación de un antiguo dibujo y las características de los últimos tramos de nuestro ascenso nos fueron dando la idea, que como se verá fue equivocada, de que lo que habíamos hallado era el piolet de Zurbriggen.
El tiempo, que allega siempre datos, terminaría descartando esa teoría. Algo en el horizonte del dibujo no cuadra, es otro lugar…
Pasaron años y un día, mi amigo Gabriel Piotto al ver lo que habíamos bajado de la cumbre comentó:
-Eso no es una piqueta, de chico veía siempre ese tipo de jalones. Mi papá era ingeniero agrimensor y los usaba para mediciones. Entonces la duda avanzaba, seguramente no era el piolet de Zurbriggen porque ni siquiera era un piolet.
Siguieron pasando los años. Vía postal como era su costumbre, Evelio Echevarría, sabiendo mi interés en el sector al sur del Río de las Cuevas, me envía un número de la revista suiza especializada Cartographica Helvetica donde había un artículo escrito por Andreas Schellenberger: ”Robert Helbling – Pionier der Stereophotogrammetrie in den argentinischen Anden und in der Schweiz”
La nota estaba acompañada por abundantes imágenes de los trabajos cartográficos del topógrafo Robert Helbling, compañero de Federico Reichert.
Allí, en la página 17 se observaba un ”recorte” de uno de los mapas de Helbling ”Mapa en los Ventisqueros de los Valles del Plomo” que indudablemente había sido utilizado como borrador ya que hay varias correcciones manuscritas.
En el mismo, para evidenciar el relieve se usa una especie de” iluminación” desde el noroeste, creando sobre un papel un bello contraste tridimensional de alturas y valles.
Al examinar el mapa, mucho más detallado que el de Lightbody, con el riguroso estilo del suizo, se revela al sur del ”Chorrillo”, con exactitud de situación y altitud el que habíamos llamado Cerro Taguas.
No se le otorgaba denominación, pero en cambio desde la cumbre de 4.520 m, concretada en un pequeño círculo coloreado particularmente, partían 10 líneas rectas. Otro amigo, mi antiguo compañero de montaña el ingeniero geógrafo Gustavo Noguera me da la pista final.
-¿Que significa todo esto? -le digo mostrándole el mapa de Helbling.
-Que ahí apoyo instrumental, estuvo en esa cumbre…
Terminan uniéndose aquella antigua vara topográfica con las expediciones que a principios del siglo XX llevaron adelante Reichert y Helbling.
Es por ahora la reconstrucción de la historia del Cerro Taguas, otro de esos anónimos paisajes de nuestra cordillera, esperando que el tiempo vuelva a allegar datos.
De la presencia de las plumas por ahora no hay hipótesis.
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