A veces ciertos acontecimientos del presente nos obligan a recurrir a nuestra memoria. Solo un pequeño dato, una pregunta, un interés de alguna persona pueden servir como desencadenante para remover cuestiones un tanto olvidadas. Por suerte se me había ocurrido en ese entonces plasmar por escrito aquellas experiencias de viajes. Viajes en busca de montañas, en busca de cavernas, en busca de sentidos. Ciertamente disfrutamos de las montañas, exploramos unas cuantas cavernas, pero quizás la búsqueda del sentido sea algo más profunda, inconclusa, abierta y misteriosamente apasionante.
El traer viejos recuerdos y relatos necesariamente pasan por el filtro de nuestro presente, son vueltos a pensar y en cierta forma vuelven a ser nuevos, y espero que también sean vívidos y capaces de transmitir algo de aquellas experiencias. En particular ahora me referiré a un viaje que hice junto al grupo Espelaion a Rodeo, en San Juan, y ya hace más de treinta años.
Sabíamos de la existencia de una caverna en la provincia de San Juan, la cueva de La Cañada, topografiada por el GEA (Grupo Espeleológico Argentino), a quienes un diario local les había hecho una nota. Según conversaciones que tuvimos con este grupo, sabíamos que estaba en la localidad de Rodeo, que tenía más de seiscientos metros de recorrido sinuoso y para recorrerla había que arrastrarse todo el tiempo. Tenía una entrada y una salida, y cinco chimeneas, algunas de las cuales daban al exterior. Había sido formada por un río, cuyo cauce ahora estaba seco, y en su lecho se habían encontrado enterratorios indígenas.
Los días previos al viaje nos dedicamos a reunir toda la información posible sobre ese lugar, y como solíamos hacer siempre que planeábamos un viaje a una zona nueva para nosotros, recurrimos al Instituto Geográfico Militar. En una carta topográfica de Rodeo figuraba un lugar denominado La Cañada, pero nada sobre cavernas. Entonces optamos por visitar a la gente de Buenos Aires que se dedicaba a la espeleología.
Visitamos al CAE, el Centro Argentino de Espeleología, el grupo a cargo de Julio Goyén Aguado. Allí nos hablaron y mostraron algunas fotos de ese lugar en San Juan, pero mucho más no supieron o no quisieron decirnos. Sólo nos comentaron que se trataba de una zona repleta de simas y agujeros, y que si nos tocaba el viento zonda, podríamos tener temperaturas de más de 40 grados, que es un lugar muy seco, que no hay agua y que también escasea la leña, que no hay nevadas pero por la noche la temperatura baja de cero. De cavernas no nos dijeron nada, pero nos recomendaron que tuviéramos cuidado con las vinchucas.
También visitamos a la gente del GEA, que fue la que mejor nos informó. Nos mostraron relevamientos topográficos de la cueva de La Cañada, de 668 metros de recorrido. Nos sorprendió saber que era una zona muy poco explorada, y en la que había gran cantidad de agujeros, cuevas y simas. Nos comentaron que la zona es propicia para los derrumbes, ya que el terreno es de arcilla friable, con algo de yeso. No hay nieve y durante el invierno se puede andar en remera. Un grupo de Córdoba, el Centro Espeleológico Córdoba (CEC), al que escribimos una carta avisándoles de nuestras intenciones exploratorias, había estado trabajando en la zona y hablaba de una sima de unos setenta metros verticales. Además, supimos de una expedición francesa que había topografiado otras dos cuevas: la Deseada, que también se trataba del lecho de un río seco, y a la que en algunos tramos le faltaba el techo, y la cueva de La Liebre, de más de 1.200 metros de longitud y de la que yo ya había escuchado hablar antes.
A las nueve y media de un viernes 10 de agosto de 1990 partió el tren. Nos esperaba un largo viaje de más de veinte horas en incómodos asientos, y tratando de dormir con la luz siempre encendida. Los integrantes de esa campaña éramos Enrique “Kike” Piccardo, Gustavo Loos, Osvaldo Pérez y yo.
A las dos de la tarde del día siguiente, dejábamos atrás la ciudad de Mendoza, pero seguíamos tragando el polvo que nos entraba por las ventanillas. Ventanillas que solo dejaban ver planicies desiertas, secas, donde sobraban los arbustos y espinos y faltaba el agua. El calor y la tierra que nos invadía aumentaban la pesadez, ya propia del viaje. Por fin, sí, por fin, cerca de las cinco, llegamos a la ciudad de San Juan.
En la oficina de informes de la terminal de ómnibus muy amablemente nos dijeron que no había micros ese día hacia Rodeo, por lo que tuvimos que viajar haciendo escala en Jáchal. Desde esta ciudad a Rodeo hay cuarenta kilómetros de distancia y teníamos la opción de hacer dedo.
San José de Jáchal es la ciudad más importante del norte de la provincia, allí se reúne gente de todos los pueblitos de los alrededores todos los sábados a la noche. Nos dijeron que venía gente de Rodeo y que después, cuando volvieran, los podríamos enganchar a dedo. También nos dijeron que ese día en Rodeo había una fiesta y mucha gente viajaría hacia allá. La cosa fue que caminamos un rato largo y no pasó ningún vehículo, la calle estaba solitaria y pensamos que habría otra calle más concurrida por alguna otra parte. Por fin dimos con el cruce de rutas a Rodeo, enfrente de una emisora de radio. No se veía ningún vehículo, ni persona alguna. Kike y Gustavo fueron a la radio a preguntar y le interrumpieron al tipo la transmisión. Les informaron de un camping que estaba cerca y hacia allí nos dirigimos. No había viento ni vinchucas, con trece grados de temperatura, tiramos las bolsas de dormir directamente al suelo, sin armar la carpa.
Alguien dijo que no sonó, otros que habían sentido algo, pero que no estaban seguros, en definitiva, con alarma o sin alarma, nos despertamos pasadas las nueve de la mañana del domingo. Habíamos perdido dos micros que partían temprano hacia Rodeo.
Instalados debajo de un pobre árbol enfrente de la radio FM Jáchal, cercanos a un chancho que nos observaba desde su corral, nos sentamos a esperar. Se nos ocurrió encender la radio para escuchar lo que nos transmitían desde enfrente. Hicimos un fuego para calentar agua para el café, al que acompañamos con bizcochitos. A eso de las tres de la tarde, picamos salamín, queso, pan, jugo y vino. A un costado del árbol, corría un arroyuelo que refrescaba el lugar, y hacia el oeste, todo era sequía. Dos caminos salían de la ciudad y por el más angosto llegó el micro, a eso de las seis de la tarde. Ya no volveríamos a escuchar la FM Jáchal.
Después de alrededor de una hora de viaje, nos bajamos sobre la ruta, más o menos a un kilómetro antes de llegar a Rodeo, y a unos cien metros antes del puente sobre el arroyo Iglesias.
Dejamos las mochilas en el suelo y, perturbado por el solo pensar en una estadía muy seca, fui corriendo hasta el puente para ver si el arroyo tenía agua. Estábamos solos en esa inmensidad, hacia el sur estaba nuestro destino, la Cañada, y hacia el oeste la población de Rodeo. Observé que el arroyo tenía un buen caudal de agua turbia.
Al regresar, descubrí ya una primera cueva al costado de la ruta, abierta sobre una pared. La denominamos “Cueva de la Ruta”, posiblemente ya conocida por el GEA. Una amplia entrada de unos dos metros de ancho por cuatro de altura, conduce a una sala de otro tanto de ancho y alto por cinco metros de largo. En el techo, amenazando derrumbarse, se ven agujeros que conducen al exterior. Esta sala se continúa por el lecho de un río seco, y unos metros más y ya no tiene techo. En su blando suelo, lleno de pequeños agujeros, nos recostaríamos para pasar la noche, y ya nos empezábamos a blanquear por la tierra del lugar. Por la noche, la temperatura descendió a tres grados. Allí tampoco había vinchucas.
El lunes nos levantamos a las ocho de la mañana. Con cero grados de temperatura, hicimos rápidamente la topografía de la cueva, que fue nuestro primer trabajo en el lugar, y emprendimos la caminata con las pesadas mochilas en nuestras espaldas, siguiendo un camino de tierra que conduce a una mina. El sol ya estaba calentando.
Hicimos unos cientos de metros por ese polvoriento camino cuando divisamos un camión que venía hacia nosotros. Le hicimos dedo y nos salvó de caminar unos cuantos kilómetros.
Con el mapa y la brújula en mano, observamos el lugar donde nos había dejado. Eran cerca de las once de la mañana. Hacia el sur seguía el camino atravesando una planicie, hacia el este se veían algunas casitas y cercos de barro, más allá seguramente corría el arroyo Iglesias, también se veían algunas personas trabajando la tierra, pero a razón de una por kilómetro. Del norte habíamos venido y hacia el oeste teníamos las Sierras Blancas, de unos 1.600 a 1.700 metros de altura, y más a lo lejos se divisaban las Sierras Negras, de más de 2.000 metros y de aspecto misterioso.
Dejamos las mochilas a la sombra de un arbusto y empezamos a caminar hacia las primeras elevaciones de la sierra, llevando solamente la cámara fotográfica. Caminamos sobre la gran cantidad de piedras negras esparcidas por el suelo, luego atravesamos unos cien metros de suelo blancuzco hasta llegar a la primera elevación. Yo me separé de los demás y trepé por una ladera hasta la cima, notando lo blando y granuloso que era el terreno, una arcilla reseca y quebradiza, todo lugar donde pisaba se tornaba inseguro y más tarde, comprobaríamos que toda la zona era así.
Al ir subiendo, encontré pequeños agujeros en el suelo, parecía todo hueco, y divisé a lo lejos una cueva. Los otros tres siguieron por el lecho de un río seco y exploraron una pequeña cueva, luego comenzaron a trepar por esas laderas inestables, yo seguí por arriba hasta encontrarme con ellos. Descubrimos una sima de aspecto impresionante, de unos tres metros de diámetro por diez de profundidad. El fondo se veía liso, igual que las paredes, totalmente verticales.
No fue la única sima. Empezamos a descubrir una tras otra hasta perder la cuenta. Todas tenían las mismas características, algunas de cuatro o cinco metros de diámetro por más de diez de profundidad. Descubrimos un par, aunque su interior se veía oscuro, pudimos ver el fondo de los pozos y supusimos que se trataba de gigantescas cavidades subterráneas. En algunos recovecos tuve la sensación que todo se iba a venir abajo.
Caminamos por las partes altas, desconcertados por la inmensa cantidad de pozos. No sabíamos cómo encarar esa exploración y recién eran los primeros cerros que recorríamos. Eran las doce del mediodía y el sol nos calentaba demasiado nuestras cabezas y el agua la habíamos dejado junto a las mochilas. Decidimos bajar.
Nos dividimos las tareas, Gustavo y Kike se encargaron de juntar agua en una sucia acequia que corría cerca del camino, mientras Osvaldo y yo buscamos un lugar para armar la carpa. Adentrándonos unos doscientos metros más por la cañada en dirección sudeste, encontramos un suelo de arena bastante liso, allí armamos la carpa. El terreno era blando y las estacas se clavaban con facilidad, hasta casi salirse del lugar.
Almorzamos en el único lugar con sombra, y era notable la diferencia de temperatura con respecto a las zonas soleadas, de más de veinte grados con solo cruzar la línea de sombra. El cielo, de un color azul intenso, a veces salpicado por unas pocas nubes que enseguida desaparecían, nos señalaba buen clima.
Por la tarde nos dirigimos a un cauce seco que serpenteaba por la montaña, formando túneles por algunos tramos cortos, pero la mayoría del trayecto era bajo el cielo azul intenso. A los costados, en las laderas, se veían innumerables simas y agujeros, pero teníamos que encontrarle alguna coherencia a todo ese sistema antes de ponernos a explorar agujeros a lo loco. Recorrimos ese río seco en subida, hasta que finalizaba en una zona más abrupta y cercana a la cima.
Gustavo y yo avanzamos por una nueva cañada hacia el oeste y dimos con la primera, la que seguimos hacia el sur. Paredes verticales nos rodeaban al este y al oeste, estas últimas de unos cien metros verticales, y en ellas se veían algunas simas, aunque en menor cantidad que en otras partes. El suelo estaba repleto de esas piedras negras, que en partes las vimos apiladas a modo de mojones. Algo indicaban, desde uno de esos mojones, se podía ver el siguiente a lo lejos. ¿Marcarían el camino hacia alguna cueva importante? Los seguimos, más adelante encontramos otra cañada que conducía hacia las Sierras Negras, pero seguimos por la principal.
Unos metros más, encontramos una cueva que denominamos "Cueva de Yeso", por la gran concentración de este mineral. La exploramos con una linterna de bolsillo. Se trataba de un primer túnel que conduce a una galería ascendente llena de escombros. Después de una curva, termina a los veinticinco metros de recorrido. Seguimos por la cañada principal por los montículos de piedras y dejamos atrás una tercera cañada lateral, de las mismas características que las anteriores.
Ya era el atardecer, nos quedaba poca luz. En esta parte, la cañada se angostaba bastante y serpenteaba entre paredes verticales, el suelo era más liso y con menos piedras negras. Unos cien metros más y llegamos al final de ese lecho seco, y ante nuestra alegría, vimos que terminaba bifurcándose. Esos tramos, al introducirse en la montaña, se transformaban en dos prometedoras cuevas. En las entradas había una piedra pintada con una inscripción, “NC 87 101” en una, y “NC 87 102” en la otra. En ese momento, no teníamos idea qué grupo las habría dejado. Más tarde, nos enteraríamos que habían sido exploradas por la expedición de los franceses.
Esa vez no habíamos llevado hasta allí luz ni equipo para explorarlas, así que solo dimos un vistazo a la parte superior de la colina. Seguimos un sendero ascendente, apenas una huella, hasta pasar por varias simas impresionantes, de unos cinco a ocho metros de ancho por veinte de profundidad. Todo era asombroso allá arriba, pero la noche se nos venía encima, así que emprendimos el regreso.
Cenando polenta, tomando jugo y anís, y escuchando nuestros programas favoritos de la radio de Chile, la única que podíamos sintonizar: "La Iglesia del aire", un programa evangelista, y "60-90", sobre dietas alimenticias. Así, finalizamos nuestro primer día en la Cañada.
El martes se levantó viento, que nos acompañó durante todo el día. Nos alistamos y preparamos todo el equipo para iniciar las exploraciones en las cavernas descubiertas. Cuerdas, arneses, mosquetones, clavos, escalas, rodilleras, luces y faroles, elementos de topografía, la carpeta para los croquis y anotaciones, y una cantimplora con jugo. Además Osvaldo llevó su equipo de fotografía.
Dejamos un bolso con equipo en el suelo, frente a las dos entradas, y comenzamos con la cueva NC 101, la que para nosotros fue la número 1. Eran las once de la mañana.
La entrada a esta caverna, de la que salía una correntada de aire fresco desde su interior, es de más o menos un metro de alto por ochenta centímetros de ancho. Se introduce en la montaña en dirección este, y enseguida pega una curva. Para entrar hay que hacerlo agachados, casi hasta arrastrarse, luego se puede seguir medio encorvados. La mayor parte del recorrido, pudimos hacerlo parados. No hay grandes desniveles en el suelo, que es más o menos plano, con algunas depresiones cubiertas con una cáscara de barro seco que se resquebraja con facilidad. Enseguida de introducirnos, comenzaron las curvas para uno y otro lado, de manera serpenteante, algunas formaban semicírculos cerrados, siempre siguiendo el cauce seco que fuera formado por la correntada fluvial mucho tiempo atrás.
A los pocos metros de avanzar, la oscuridad es total y el aire, fresco. Nos iluminábamos con un farol a kerosene, y a veces con linternas a vincha. Las paredes son de arcilla seca y al tocarlas se desmoronan y se convierten en polvo.
Avanzamos rápidamente. Unos cien metros, luego doscientos, trescientos... llegamos a una chimenea que daba al exterior. Era muy difícil de subir. Yo me trepé hasta donde pude y dejé un cartel del Espelaion en medio de la polvareda que levanté. Teníamos preparados varios cartelitos envueltos en nylon, con el nombre del grupo y la fecha, para dejar al final de las distintas cuevas o galerías, con el solo fin de decir que por allí anduvimos.
Pasamos por un par de chimeneas más, pero se cerraban en un techo, a unos cuatro o cinco metros de altura. En esos puntos, la caverna se ensanchaba un poco pero, la mayor parte del recorrido, es de uno a dos metros de ancho.
En los siguientes cien metros, encontramos tres o cuatro chimeneas más que daban al exterior, algunas de salidas muy estrechas y muy verticales. Osvaldo pudo asomarse al exterior por una de ellas, aunque no pudo ver mucho porque había salido en medio de una hondonada del terreno con fuertes pendientes. Después de unos quinientos metros de recorrido llegamos a una zona derrumbada, más allá el lecho seco continuaba, pero sin techo, bajo un cielo azul intenso y un sol radiante.
Seguimos subiendo y serpenteando entre paredes de arcilla hasta introducirnos nuevamente en un túnel oscuro. A los cincuenta metros volvía a salir a la luz. Cuanto más avanzábamos, el cauce seco se hacía menos marcado y terminamos en un valle blanco, en la parte más alta de ese bloque montañoso. Recibiendo ráfagas de viento en la cara, contemplamos el paisaje. Del otro lado, paredes verticales de unos doscientos metros daban a un enorme valle que llegaba hasta los pies de las Sierras Negras. En medio de esa planicie de piedras negras, se elevaba majestuosamente una extraña y solitaria formación rocosa en forma de aguja, de verticalidad extrema. Imaginamos un paisaje lunar.
Regresamos por el lecho del río ahora extinto, hasta introducirnos nuevamente en la caverna. A la una y media de la tarde, estuvimos de vuelta en la entrada. Descansamos un rato, acostados al calor del suelo porque el viento estaba muy fresco.
Al día siguiente, volveríamos al lugar para hacer la topografía. La medición de esta cueva la comenzamos desde la entrada, solo medíamos el largo y la orientación, ya que no presentaba desniveles importantes, y el ancho es bastante similar en todo su recorrido. La orientación cambiaba a cada tanto, y bastante, daba giros de 180 grados o más, es de un recorrido sinuoso, con los meandros típicos de la correntada de agua que la había formado. El total medido fue de 443 de metros. Después supimos que esta también era denominada “Gruta Deseada”.
Le llegó la hora a la cueva NC 102, para nosotros la número 2. Se internaron en ella Kike y Gustavo, arrastrándose por una estrecha entrada. Mientras yo fui a recorrer la superficie de esos cerros.
Andaba por allá arriba observando esas simas impresionantes, algunas en forma de embudos de unos diez metros de diámetro por incalculable profundidad negra, cuando vi pasar volando una hoja de mi carpeta: ¡era un mapa! ¨Lo comencé a correr por esas elevaciones y esquivando pozos, lo pude alcanzar sobre una cima. Justo lo vi a Osvaldo que también venía subiendo, entonces caminamos juntos, bordeando pozos, Se nos ocurrió pensar que abajo estaría la cueva que estaban explorando nuestros compañeros. Les gritamos y, desde las profundidades de un pozo, nos contestaron en forma de susurro lejano:
- ¡¡Sáquennos de acá!! - escuchamos.
- ¿Por qué?, ¿qué pasa? - preguntamos nosotros.
- ¡¡No se puede avanzar más!!
- ¿Y por qué no vuelven por donde entraron?
- ¡¡Porque es una tortura!! - nos contestaron con gritos apagados.
Querían que los sacáramos por una sima de unos veinte metros de altura, de paredes lisas y que se desprendían. Fuimos en busca del equipo de escalada y al rato regresamos a la boca del pozo, con una cuerda de treinta metros, clavos, escalas, arneses y mosquetones.
La cueva NC 102 es de recorrido sumamente tortuoso, hay que arrastrarse todo el tiempo y superar pasos estrechos. No llega a cien metros de longitud. Mientras Osvaldo les bajaba la cuerda y el equipo, yo clavé, a golpes con una piedra, un clavo largo de hierro en ese suelo blando para poder asegurar la cuerda. Usando una técnica con los llamados nudos prusik o prúsicos, por suerte muy practicada por nosotros, Gustavo y Kike pudieron subir por la cuerda hasta el borde del pozo.
Viendo acercarse desde el este una gran masa de nubes, empujadas por el fuerte y frío viento, regresamos al campamento a almorzar a las seis de la tarde.
Era miércoles y hacia el noreste se extendía un gran valle rodeado de unidades montañosas separadas por cañadas. En una de estas, que apuntaba hacia el sudeste, encontramos varias cuevas más, las que fuimos numerando. En las entradas de las mismas se amontonaban matojos de pastos secos empujados por el viento. Como en esta oportunidad nuestro objetivo era solo localizar cuevas, no explorarlas, seguimos de largo. Yo solo las señalé en un croquis en mi libreta de bolsillo.
Avanzamos por esa blanca cañada, serpenteando por el valle, buscando su prometedor final. A ambos lados, paredes verticales sostenían un cielo azul, limpio y seco, difícil de ver en Buenos Aires. Raramente, el agua moja esas serranías y los cauces secos ya no conservan el más mínimo recuerdo de esas correntadas. Doscientos cincuenta y ocho pasos más desde la última cueva observada y llegamos al final y, como suponíamos, esa cañada surgía de una cueva, la denominada por nosotros número 6.
Por una nueva cañada, más hacia el este, más ancha y apuntando hacia las Sierras Negras, descubrimos dos cuevas, mientras caminábamos custodiados por esos altos e imponentes paredones verticales. Una lechuza voló sobre nosotros, posándose en las paredes para observarnos, era de gran tamaño y fue el único ser vivo que vimos.
Siempre vimos esos pozos que se introducían en el terreno desde las alturas, pero no nos dedicamos a explorarlos por su abrumadora cantidad. Quedarían para un nuevo viaje que nunca fue. Solo exploraríamos las cavidades que partían a ras del suelo, lo que nos daría una cierta luz sobre la complejidad del lugar.
Continuamos la exploración avanzando hacia el norte por otra explanada de cantos rodados. Hacia el oeste, había otra sierra, pero no presentaba agujeros visibles. Era cerca del mediodía y el sol y la falta de agua se hacían notar. Unos cientos de metros más adelante, el terreno se transformaba en una planicie abierta. Hacia el noroeste se podían ver las arboledas de las localidades de Colola y Rodeo y hacia el este se veían otras sierras de tonalidades rojas y negras, con paredes más verticales y cumbres en forma de agujas. ¿Estaría en esas sierras la Cueva de la Liebre?
El jueves, después de hacer un fuego con arbustos secos para calentarnos un poco y tomar unos mates, partimos a explorar las cuevas descubiertas el día anterior, menos Kike, que le tocó ir a la acequia a lavar las ollas.
Nos dirigimos a la cañada más occidental y contamos cien pasos hasta la entrada de la cueva número 3. El día estaba hermoso y cálido como siempre.
Sacamos los pastos secos que se habían acumulado en la entrada y nos metimos. Era una cueva estrecha como todas y tuvimos que arrastrarnos. Después de unos cincuenta metros, llegamos a un paso todavía más estrecho, lo superamos pero no se pudo avanzar más. En ese lugar, encontramos una inscripción del CAE tallada en una roca. Dejamos un cartel y regresamos al exterior. Veintisiete pasos más adelante, está la cueva número 4, a la que Osvaldo se introdujo, regresando instantes después ya que era muy estrecha y no se podía seguir más.
Caminamos los tres hacia el interior de la cañada hasta llegar a la Cueva n° 5, por la que nos metimos arrastrándonos por un tramo, luego se continúa por un estrecho y zigzagueante corredor. Superamos varios pasos angostos y observamos dos chimeneas sin salida. Continuamos por otro tramo estrecho y tortuoso, arrastrándonos todo el tiempo. Las rodilleras molestaban bastante, pero no usarlas sería peor. Habíamos avanzado entre ciento cincuenta y doscientos metros, hasta que no pudimos pasar más. La vuelta se nos hizo muy larga y sumamente tortuosa, pero el esfuerzo fue compensado al salir y encontrarnos con Kike, que nos traía el almuerzo y el exquisito vino sanjuanino.Fue una gran alegría.
La cueva número 6, nos quedaba a unos pocos pasos de allí. Es un poco más amplia y fácil para recorrer, al menos en sus primeros cien metros, pero tiene las mismas características que todas. Seguimos el curso seco, zigzagueando de aquí para allá, y en algunos tramos no nos libramos de arrastrarnos, de gatear y de avanzar haciendo retorcidas flexiones de brazos. Superamos los doscientos metros y ya la empezábamos a considerar importante. Pasamos un par de chimeneas ciegas y otras que daban al exterior. Después de más de trescientos metros de largo, salimos al exterior. Habíamos terminado de explorar las cuatro cavernas de esa cañada.
En la cañada siguiente, exploramos las cuevas 7 y 8, que no fueron de gran importancia. Yo encendí los faroles y un habano. Eran las ocho y ya teníamos la noche sobre nosotros. El nocturno cielo estrellado de esas latitudes sanjuaninas es algo simplemente maravilloso.
Abandonamos esa cañada y atravesamos el sector llano hasta cerca del camino de tierra. Nos alumbrábamos con un farol y con una linterna. Caminamos un trecho y no se divisaba bien el lugar por la oscuridad. No estábamos seguros en donde se hallaban las siguientes dos entradas. Usando la luz frontal, exploré la zona hasta llegar a un río seco y, siguiéndolo, divisé una cueva. Subí diez metros de pendiente y me senté a descansar en la entrada, mientras fui sorprendido y asustado por unos cuantos murciélagos que salieron intempestivamente desde el interior y comenzaron a revolotear alrededor mío.
Los gritos fueron nuestra civilizada forma de comunicarnos y, una vez reunidos, exploramos la que denominaríamos como cueva 11. La entrada es amplia, formando una pequeña sala, pero luego hay que superar un paso sumamente estrecho. Se puede seguir un poco más por un tramo muy angosto, por unos treinta metros más.
A las diez de la noche y, con gran cansancio, emprendimos el regreso a nuestro campamento, caminando bajo la oscura noche. Media hora después, llegábamos junto a la carpa. Nos quedó algo de energía como para juntar arbustos secos y hacer una gran fogata. La cena consistió en arroz con caballa y cebolla juntada de los campos vecinos. Por supuesto, el buen vino.
La cueva número 9 la habíamos explorado el día anterior, yendo a la Gruta Deseada. Consiste en un primer tramo tortuoso, por el que hay que arrastrarse bastante, luego se ensancha un poco pero, más adelante, tuvimos que arrastrarnos de nuevo. Pasando por una zona de bloques derrumbados, la cueva se continúa unos metros más por una diaclasa con paredes cubiertas de polvo.
Todas las cavernas son de características similares, menos la Cueva de Yeso. Son ríos secos subterráneos que erosionaron la arcilla de los cerros. Recogen el agua que se filtra del techo, formando simas o chimeneas, para desembocar en cañadas. Todas tienen una pendiente hacia el arroyo Iglesias y hacia el río Jáchal. Estas cavidades naturales están completamente secas y sin concreciones de ningún tipo. En ellas no hay vida de ninguna clase y son propicias para derrumbes por la fragilidad del terreno en que se encuentran. En algunas se puede ver, mezclada con la arcilla, una pequeña cantidad de yeso.
El viernes era nuestro último día en la Cañada. Recorrimos el trayecto pedregoso hasta el camino de tierra. Con un aspecto que ya se había tornado espantoso, caminamos por ese camino de tierra hacia el sur, hasta divisar la entrada de la cueva número 10. Nos encontramos con matojos de pastos secos que nos entorpecía el paso. Después de una entrada estrecha y retorcida, de arrastrarnos un par de veces por unos cien metros de recorrido sinuoso, nos encontramos ante el final de la cueva. El río seco continuaba en el exterior, avanzamos un trecho por el estrecho cauce haciendo oposición entre paredes, hasta que no pudimos seguir más.
Kike, en una de sus idas a lavar las ollas, había conseguido información que le había dado un paisano: la Cueva del Indio o de la Cañada se encontraba un poco más al sur. Caminamos hacia ese lugar bordeando las paredes. En este lugar el camino de tierra se abre en dirección al arroyo Iglesias. El calor del sol nos hacía sentir más cansancio. Al fin, llegamos a una zona donde el suelo está repleto de esas piedras negras y pudimos divisar un sendero y pisadas, las que seguimos. Llegamos a un nuevo y prometedor cauce seco y continuamos por este.
Después de un par de curvas, divisamos la entrada a una cueva, y más adelante otra más, pero las pasamos por alto ya que nuestro objetivo era la Cueva del Indio además, ya no nos quedaba tiempo para explorar otras. Subimos y bajamos pequeñas montañas de piedras negras y proseguimos el lecho del río hasta que al fin divisamos una caverna. La entrada era grande y yo, enseguida, la reconocí por una foto que había visto. Era sin lugar a dudas la “Cueva del Indio” o “de la Cañada”, según el GEA, de 668 metros de recorrido. Nos acercamos a la entrada, el punto donde el lecho seco del río se introducía en las entrañas de esas Sierras Blancas.
Las dos horas siguientes las dedicamos a la exploración de la caverna. Yo entré provisto con rodilleras y un farol, los demás llevaban linternas. Los primeros cincuenta metros se pueden hacer caminando sin gran dificultad. La caverna tiene las mismas características que las otras que recorrimos en este lugar: suelo formado por un río seco, paredes lisas y blandas, recorrido sinuoso, techo bajo, etc. La diferencia está en que esta caverna es más ancha que las demás, y por supuesto de mayor longitud. A los cien metros comenzamos a arrastrarnos por galerías de todas las formas que nuestros cuerpos podían adoptar. En algunos lugares, podíamos enderezarnos un poco, pero enseguida teníamos que ir contra el suelo de nuevo. Las rodilleras nos lastimaban las piernas y empezamos a cansarnos.
Llegamos a una enorme chimenea con salida al exterior. Nos resultaba extraño ver troncos en varias zonas de la cueva. Vimos otras chimeneas más de gran magnitud, de más de diez metros de altura, y algunas con salida al exterior. Seguimos arrastrándonos sin tener en claro cuántos metros habíamos recorrido. El río subterráneo seco continuaba y continuaba, torciéndose hacia uno u otro lado. Hasta que, casi sin darnos cuenta, dimos con una sala, y vimos que entraba la luz del día por un orificio en el techo. La caverna terminaba allí, no había forma de seguir. Nos pareció más corta de lo que suponíamos, pero pasó que la habíamos recorrido rápido.
Queríamos salir por el orificio del techo. Hacer de vuelta el recorrido hasta la entrada de la cueva sería una tortura. Subimos a un gran escalón de piedra, a un metro y medio del suelo, y luego dos metros más hasta un descanso. Desde este lugar, nos quedaba por subir una pared de más de dos metros, pero con puntos de apoyo inseguros y expuestos al vacío. Lamentablemente, para poder ir más livianos, no habíamos llevado nada de cuerdas y equipo. Ahora nos arrepentíamos, lo necesitábamos.
El solo pensar en volver a arrastrarnos y gatear por esos seiscientos metros nos impulsaba a pensar en sortear ese obstáculo. Se nos ocurrió hacer una escalera humana. Y así fuimos subiendo, pisándonos unos a otros. Kike fue el último y lo teníamos que ayudar a subir desde arriba. Desde el lugar donde estábamos no teníamos nada para agarrarnos, era una pendiente resbalosa de tierra suelta. Osvaldo se tiró al suelo y, con los brazos, se sujetó de una roca en la parte de arriba de la pendiente. Gustavo se agarró con una mano de un pie de Osvaldo y con la otra mano sujetaba un mosquetón, del cual me agarraba yo. Con la mano derecha, yo sujetaba una tira hecha al enganchar nuestros cinturones. De esta forma, pudimos superar esa pared, luego subimos un tramo más de pendiente hasta el exterior.
No sabíamos dónde estábamos. Se veían simas, subidas, bajadas. Empezamos a caminar según nuestras suposiciones y enseguida encontramos unas huellas que empezamos a seguir. Otra vez el sol nos empezaba a calentar. Divisamos unos orificios interesantes y nos acercamos a curiosear. Algunos se convertían en simas profundas, otros eran pequeños o terminaban cerca, uno de ellos era una cueva, la “Cueva Grande”.
Entramos y nos encontramos con una amplia sala en su interior. Otro par de agujeros y chimeneas conectaban a ésta con el exterior. Al final de la sala, había un orificio a mitad de altura de la pared, por el que pudimos llegar a una nueva salita, allí finaliza la cueva. En el suelo de esta cueva, vimos restos de varias fogatas y algo de basura, signos de la “civilización”.
Se hizo la hora de emprender el regreso. Ya no teníamos más tiempo para permanecer en esos lugares. El sol comenzaba a recostarse sobre los cerros, al mismo tiempo que las sombras iban ocupando las hondonadas. Nuestras miradas no dejaban de perderse entre la innumerable cantidad de simas, entre las ondulaciones del suave terreno. Nuestra imaginación anticipaba lo que podría haber sido un nuevo viaje, bajando esos pozos con largos rappeles, que tanto habíamos practicado y que esta vez no habíamos hecho ni uno solo. Nos quedaron muchas exploraciones pendientes, la Cueva de la Liebre, la sima de setenta metros. Lo pendiente invitaba a ser completado, pero nosotros no acudimos a la cita.
Dino Mendy (CMT) expuso Estado de conocimiento de las cavernas de La Cañada, San Juan. Dada el sábado 27 de noviembre del 2021.
En el mes de noviembre de 2021 la subcomision de espeleología del Centro de Montaña Tandil realizo una exposición sobre el estado de situacion de las Cavernas de la Cañada, en las IV jornadas nacionales de espeleología, organizada por la Union Argentina de espeleologia en el año Internacional de las Cuevas y el Karst.
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