Roger Godel (1898-1961) fue un cardiólogo y espiritualista francés, quien estuvo interesado en las filosofías orientales y en la griega. Esta inquietud lo llevó a intentar una reconciliación original entre el pensamiento indio y el pensamiento socrático-platónico.
Una de sus obras más conocidas fue “Ensayos sobre la experiencia liberadora”, publicada en 1952, la cual contiene un capítulo (el XIII) que se titula “Lo numinoso y lo profano en la montaña”.
También existe en tal obra una nota complementaria al Capítulo XIII, titulada “Variaciones sobre el tema del alpinismo”, en la que Godel nos presenta la importancia de la montaña y de la internación en tal ambiente natural (por su influencia sobre la espiritualidad), cabe mencionar también que en tal capítulo y su nota complementaria, se citan personajes propios del ámbito montañista hasta esa época como: G. Sonnier, Paul Guitton, Julius Kugy, Claire Eliane Engel, R. Frison-Roche, Juliette Boutonier, Pierre Dalloz, R.L.G.Irving y Mircea Eliade.
El puente entre esta espiritualidad en la montaña y la filosofía griega es plasmado por Godel a partir de las figuras de Sócrates y Platón.
Más allá del carácter racional del ser humano, y el mundo objetivo al cual accede por medio de tal capacidad( la razón), Godel intenta demostrar un doble estado de conciencia en el humano: el del sueño y el de la vigilia, (este último vinculado con la razón y el mundo exterior), también habla de “una lucha interna en el individuo” producto de ambos estados de conciencia, proponiendo cierta" psicología del montañismo", a medida que avanza en su escritura, y esta última idea, no es directamente propuesta por Godel, sino que surge de la interpretación, al ir adentrándonos en el capítulo. De igual manera sostiene que existe un cierto elemento atávico, ancestral, heredado, en nosotros que puede dar lugar a una rotura o interrupción brusca( disrupción) en nuestra" unidad existencial " y entonces dice:
“(…) Dentro de cada cual, dormita un “salvaje” ineducable cuyos sueños, tanto de día como de noche, desafían la sana razón”.
Y, sobre este “salvaje”, argumenta:
“(…) su mirada está vuelta exclusivamente hacia la subjetividad, lo imaginario, lo irreal. Felizmente, el espíritu racional en nosotros se guarda muy bien de darle audiencia y su voz con sus fantasmagorías de otra edad es “invitada” a ir al inconsciente”.
Sin embargo, tal estado de contienda se mantiene latente, asegura y entonces esa separación inevitable puede permanecer, logrando que el exterior y la interioridad se “divorcien” y al disociar nuestra vida, quede amenazada peligrosamente la unidad del hombre.
Frente a ello, Godel se pregunta si existe algún remedio para este peligro existencial. Su interés radica en advertir si a partir de ciertas fuerzas reveladoras interiores se podría armonizar aquello exterior del mundo objetivo -accesible a los sentidos- que conflictúa con nuestro “salvaje” interior y entonces busca una función mediadora, en una sola experiencia, entre la interioridad y la exterioridad: entre los imperativos de lo espiritual y el sentido de lo concreto informado por el afuera (por el mundo objetivo), también aduce que es importante encontrar un remedio, una solución, porque, sino, tendremos consecuencias de sequedad de la vida interior, donde, según reafirma “al agotar sus raíces nutricias el fanático del “buen sentido” se condena a periclitar( caer) en la intelectualidad idiótica”.
Por otro lado nos habla de “el vagabundo que se arroja sin control en los desvaríos de sus fantasmas y que ¡sólo Dios sabe adónde llegará!”… En este sentido, el que se queda en una “interioridad-sin-afuera” (intentando sublimar energías interiores) y el que despliega su interioridad al “exterior” en forma inmediata, es decir, sin la mediación correcta, correrá el riesgo de hacer peligrar su integralidad, por lo tanto se considera que sin la “mediación” entre la interioridad y la exterioridad, los efectos serán traumáticos. Es por este motivo que para solucionar tal antagonismo, Godel considera que: “[hay que] tener conciencia de las intimaciones salidas de las profundidades y proyectarlas al exterior en formas significativas, mientras que inversamente, los datos recogidos en el espacio penetran en abundantes resonancias hacia el corazón. Tal flujo y reflujo de reverberaciones correspondientes necesita algo más que un esfuerzo de buena voluntad, es menester que intervenga a través de esta dualidad, un mensaje celeste, un daimon en el sentido en que lo entiende Sócrates”.
*(El “daimon” de Sócrates es un personaje interior, una voz o fuerza que interviene de vez en cuando y no para afirmar u ordenar en “positivo”, sino para decir que no o disuadirnos de hacer algo)
Socrates, en la “Apología” de Platón, argumenta que en la razón se lleva a cabo algo divino y demoníaco: algo como una voz que se hace sentir en el interior y que siempre lo “aparta”de aquello que está a punto de hacer, pero que jamás lo exhorta a hacer algo. Para Sócrates, este daimon era como una voz divina que le prohibía determinadas cosas, interpretándola como un privilegio que lo salvó de varios peligros y experiencias negativas.
También, esta inspiración demoníaca que evoca Godel, semejante a un “rapto”, es ejemplificada al experimentar obras como las de Bach o Shakespeare, entre otros. Este daimon implica a lo numinoso y justamente, a partir de esta noción, referida al “numen”(divinidad, inspiración, musa, cosa mágica o ligada a lo religioso) es donde comienza el recorrido de Godel por las regiones de montaña para expresar el vínculo que tal geografía tiene con esa zona donde puede ocurrir la magia.
Según Godel, la visita demoníaca, que los modernos han llamado “numinosa”, puede desplegarse en un episodio ordinario de nuestra vida. De esa forma, madura la experiencia iluminándola hasta lo más profundo de nuestro ser en un relámpago del “numen”. Un caso de ello puede ser la actividad en la montaña:
“Muchos contemporáneos nuestros han conocido, durante una simple excursión en alta montaña, momentos de esos en los que el corazón se deslumbra y el mundo se transfigura. (…) ¿Acaso es la materia bruta de que está hecho el paisaje lo que así los transporta? ¿O el viento de las cimas? ¿O la vista de una inmensa extensión a sus pies?
Absurdo sería querer buscar en los elementos del decorado la causa de su experiencia. Por sus raíces se hunde más allá de toda causalidad, en un suelo fecundo nutrido de lo irracional, uniendo en una vigilancia sostenida de todo el ser –tanto físico cuanto psíquico- la forma de las cosas exteriores con los móviles del espíritu, la penetración en flecha del “numen” logra ese milagro: la perfecta integración en la unidad”.
Cabe considerar que para conquistar el espacio al que se hace referencia, (la alta montaña: límite de población humana y vegetal normal, región de glaciares, de nieves eternas y en Argentina, por ejemplo, límite inferior a partir de los 3000 m. de altitud). Godel comienza una serie de citas y reflexiones en torno a expresiones de diversos personajes del mundo de la literatura de montaña, uno de los más citados es Georges Sonnier y su obra “Donde reina la luz”. Allí, Sonnier expresa:
“Hay en todo ser una verdad que importa liberar. Ésa es la virtud singular de la montaña: libera la verdad de los seres”.
Sin embargo, Godel también advierte que no cualquier excursión a la montaña puede permitirnos acceder a tal experiencia liberadora:
“Hay que contar siempre con los reticentes, con los que dan poco de sí mismos para recibir más en cambio y regatean el amor. Son los que “hacen una excursión” o llevan a cabo pruebas técnicas debidamente registradas en un informe (…) La montaña sólo devela su rostro de cosa sagrada a quienes se aproximan a ella con reverencia, en la virginidad del corazón. Basta haberla conocido así una vez – las altas cumbres que confunden sus picachos con las cimas misteriosas de nuestra interioridad - para que nos embargue la nostalgia de los paisajes”.
Ese acercamiento a la montaña permitiría una actividad no sólo exterior al ser individual, sino también interior. Allí podrá gestarse la posibilidad de armonía entre ambos planos y la mediación de la montaña para con ambas frecuencias:
“Otros climas esperan al viajero en los caminos de la montaña. Sucesivamente, se apodera de él el sentimiento de lo inaccesible y de lo majestuoso, la humildad, el espanto ante el caos, lo horrible o lo siniestro, el terror pánico, el vértigo, la revelación del sol y de la piedra en la fría gloria de la aurora. Cada excursión que lo lleva a las rocas y a las nieves, a la sumisión de su ser al llamado más alto que oírse pueda, le hace vivir las etapas de la peregrinación hacia el centro. Desarrolla en él las secuencias numinosas, mientras que en el exterior realiza un sueño despierto entre los paisajes concretos de la montaña y con todos los miembros se aferra a las duras imágenes minerales. (…) En los pasos peligrosos conoce a un extraño compañero que no es sino él mismo. La proximidad inmediata de la muerte lo llena a la vez de terror, de amor a la vida y a la embriaguez: lo paraliza y lo exalta. Si mira el abismo a sus pies, es para extraer de él el último impulso que lo llevará hacia la cumbre. Él es sólo impulso, nada más que ascensión paciente, vigilante, metódica”.
El carácter amoroso, frente a cierto contexto fatídico y oscuro, es recurrente como factor necesario para la experiencia sagrada, que es inabarcable por la razón, en la montaña. Esta caracterización ambivalente del espacio montañés también está impregnado de cierta mezcla literaria griega –cultura admirada por Godel- entre lo épico (heroica ascensión por terreno mixto frente a vicisitudes naturales) y lo lírico (estilo de ascenso amoroso).
En referencia a estos aspectos, Paul Guitton, en “El libro de la montaña”, citado por Godel, comenta:
“No es ningún sentimiento de temor, sino de amor el que tengo a la montaña. La conozco activamente, me apodero de ella trozo a trozo, paso tras paso. Me doy por entero a lo que hago, estoy por entero en el presente. Ninguna otra acción pone al hombre en semejante posición frente a la duración. En una gran excursión, en una ascensión difícil, el tiempo está abolido. Se siente muy bien que siga corriendo, pero en otro lugar, tan sólo para él. Uno se halla fuera del tiempo. Desde la base hasta la cima del picacho, la acción es una sola”.
La experiencia de lo intemporal es aquello que también busca Godel como instancia fuera de todo egocentrismo y del devenir propio de pensamientos y emociones. Allí es donde se fortalece y origina esta mediación: en la posibilidad de deshacerse de la conciencia del tiempo y del espacio como comúnmente lo entendemos. Su intento de vincular la filosofía oriental -desde el jivamukty hindú y la meditación- con el pensamiento occidental aparece en esta instancia de lo intemporal como claro ejemplo. De similar manera podría hablarse de este tiempo presente atendido (donde se experimenta la pérdida de conciencia de toda temporalidad), que nos comenta Guitton, como aquella experiencia que se denomina “flow”, “fluir” o “flujo”: eventos que incluso en prácticas vinculadas al budismo, como el mindfulness, se intentan alcanzar.
Frente a ello, el mismo Godel se convence de que pareciera unánime el acuerdo sobre estas cuestiones entre distintos adeptos a la actividad montañesa plena : “el liberar al hombre de su ganga y hacerle conocer en verdad quién es él”.
Asimismo, Julius Kugy es otro personaje citado en este capítulo de la obra de Godel.
En su trabajo “Revelación de la montaña”, Kugy dice:
“El término deporte alpestre me dolió siempre. Me parece demasiado superficial, pues lo que se debe buscar en la montaña no es una sala de gimnasia, sino el alma… Para mí el alpinismo es asunto de corazón (…) La paz de Dios pasaba solamente por encima de las altas murallas, y estábamos allí, escuchándola con respeto y humildad”.
Claire Eliane Engel, en “Historia del alpinismo”, también es citada por Godel, quien nos dice que en cierta forma la montaña presenta un espejo a quien la escala, con la posibilidad de uno de poder ver el propio rostro espejado en ella. De esta forma, Godel reafirma que el itinerario hacia las cumbres montañesas es algo más que un juego alpinista, más bien es un viaje dentro de uno hacia el conocimiento interior; con ello, Godel confirma el carácter “mediador” de la montaña.
Según Engel, la montaña “habla a quienes pueden comprender su mensaje poderoso y múltiple”, siendo el mayor descubrimiento del alpinista “el alma de sí mismo”.
En este sentido, no se deja de expresar lo que Godel intuía sobre la experiencia de los montañistas: “la numinosa fusión que se cumple en ellos, entre el “mundo exterior de las formas concretas” y la "intimidad del espíritu”.
Asimismo, Godel afirmaba que “la presencia de la eternidad, borraba del corazón del alpinista todo deseo de conquista”. Nuevamente aparece aquí el elemento amoroso o acorazonado (“romántico”, dirían algunos) en una ascensión, contraponiéndose a lo meramente deportivo o técnico.
Llegado a este punto, Godel advierte cierta correspondencia entre las fases de la ascensión y la aproximación a la experiencia liberadora:
“Antes de la partida, la visión fulgurante de las crestas cimeras en la luz, y a veces la virginidad de las nieves, ejercen su efecto mágico de fascinación. A lo largo del camino la belleza entrevista de tan lejos madura en amorosa meditación al calor del corazón; algo más tarde, seguirá madurando en la paciente ascesis(*) del escalamiento, aunque de manera distinta. Para el hombre que se desposa con la roca suspendida sobre el abismo, el encanto de los lugares elevados dejan de ser aquel espejismo demasiado fácil, aquel arrobamiento del espíritu que frecuenta los valles. Hay que pagar a la mediadora con todo el ser, el precio de la liberación. El mundo mineral absorbe la carne, la amasa duramente con eternidad y le prodiga la aspereza de sus dones”.
(*) Ascesis para Platón : Todo lo que en la vida espiritual, es ejercicio, esfuerzo y lucha contra sí y contra las tentaciones externas,buscando la mejora de las habilidades espirituales.
“La montaña es ante todo la tierra alta, dice Sonnier, el universo estéril e inhumano de las cumbres: como el espíritu va hacia su punto extremo, la montaña tiende a las cimas y se completa en ellas. Es en ellas donde conviene buscar su alma secreta. Mas, para penetrarla, se necesita más que paciencia y buena voluntad: fervor, escribiría yo. Y más que fervor: pureza”.
Nuevamente, el carácter respetuoso, reverencial, inocente hacia el monte es lo que permite que se pueda experimentar lo divinamente liberador y armonioso en nuestro ser. El mismo Godel sostiene que al llegar a las altas terrazas, dentro de su “sueño de piedra”, el humano entra en un lugar del espíritu donde lo numinoso “rezuma por todas las hendiduras de la roca”. Junto a ello, P. Guitton dice:
“Andar por la montaña, es salir de lo que en el lenguaje religioso se llama el mundo para entrar en el Universo. Se necesitan, pues, sentidos purificados, capaces de ver, de oír, de sentir, de hacernos entender cosas menos transitorias que las que vivimos ordinariamente, cosas que, si no son eternas, por lo menos están más próximas a la eternidad. La montaña nos permite aproximarnos a ellas, es por cierto eminente en dignidad”.
“Se siente con cuánta facilidad el espíritu del alpinista se abre a la influencia del inconsciente ( afirma Engel), en el mundo misterioso de la altura, mundo solitario durante milenios y donde el hombre sólo se arriesga desde hace siglo y medio, existen y obran presencias desconocidas que se hacen sentir sólo por buscar impresiones que nacen en el espíritu”.
Sin embargo, Godel vuelve a destacar el ámbito de montaña desde el terror, como espacio notable que conduce a tales experiencias numinosas por medio del amor. Esta situación dual, ambivalente, en el ámbito de montaña, es expresada por Godel bajo estos términos:
“[Las] tierras altas desiertas donde lo profano y lo sagrado confunden sus contornos. De esa nube espiritual surge, a veces de improviso, un sentimiento extraordinario de terror pánico. Puede llenar el corazón en un instante como de espanto místico. Sin ninguna causa determinable ese hálito siniestro cae sobre el hombre como el huracán, desde el abismo de los montes. El estremecimiento de lo “tremendum” lo penetra hasta los huesos. (…) Los motivos de temor por la vida son evidentemente innumerables en la montaña: aludes, caída de piedras, desmoronamiento de bloques de hielo, cruce de puentes de nieve, paso de riscos peligrosos, desmenuzamiento de las rocas, rupturas de cornisas y muchos otros peligros, mantienen sin cesar al alpinista en estado de vigilancia.
Pero el terror siniestro a que se alude aquí no tiene su origen en ninguna de estas causas. Su carácter enteramente irracional, y muy breve en la mayoría de los casos, lo vincula con las crisis pánicas. ¿Acaso se debería su nacimiento –en el umbral de la atención- a la confrontación súbita y espontánea de la sed de existencia con la imagen de la muerte? Pero el que recorre las cumbres puede conocer otro aspecto aún más terrible del terror santo: el doble rostro, a la vez horripilante y fascinador, de la montaña, se le aparece de pronto, semejante a su propia cara reflejada en un espejo. Aquí la homología es perfecta con cierta vía de realización hacia la verdad absoluta.
En esta etapa del itinerario interior, intensamente cargada de ambivalencia, en que las fuerzas de atracción hacia el centro chocan con un poder negativo casi igual, un desgarramiento divide al ser. Es en ese lugar donde muchos ambiciosos se despeñan cuando el vértigo se apodera de ellos. El instante crítico en que se juega su destino señala una prueba. Se les pide que agreguen a la energía ascensional una carga ínfima pero decisiva, el imponderable exceso que hará que se incline la balanza de las fuerzas. Si buscan la salvación en el juego seco de la técnica lo que falta a su impulso es el amor. Amor, sin condición, de lo Último. Si descubren en ellos la fuente inextinguible y todopoderosa, la subida prosigue, lenta pero seguramente. La amenaza de caída está conjurada. De ese doble movimiento de llamado casi irresistible y de horror repulsivo ante la majestad de la montaña, todo alpinista de categoría saboreó la atroz fascinación. Y quizá busque sólo eso, en última instancia, en lo profundo de su corazón: un terror sagrado que se resuelva en amor”.
Finalmente, para Godel, la expedición a la montaña acaba por ser de una elevada experiencia debido a que una fe previa, en su virtud numinosa, presidió la empresa desde el origen. Ante ello, Godel cita a Pierre Dalloz, quien sostiene que:
“El llamamiento de la altura despierta en nuestra alma una inmensa e instintiva esperanza, como si fueran a descubrírsenos infinitas posibilidades de felicidad”.
Asimismo, Godel hace participar en su obra a Robert Lock Graham Irving, cuando lo cita, al reconocer en el alpinista, al lado de móviles sin grandeza: “una gran dosis de curiosidad, de amor a la aventura, el deseo apasionado de tener acceso a una revelación”. Bajo estas declaraciones, Godel concluye sobre el carácter mediador de la montaña, incluso haciendo referencia a concepciones antiguas de diferentes culturas:
“Vaciar lo numinoso en los contornos de una masa concreta y accesible a los sentidos, tal fue el papel mediador de la montaña. Y sin duda las culturas occidentales aceptan difícilmente la experimentación de lo sagrado excluyendo toda forma, exigen que los sentidos, tanto como el intelecto, tanto como el corazón, tomen parte en la festividad, que toda la naturaleza humana, sin excepción, esté colmada de luz.
A causa de su eminente capacidad de evocar con fuerza las virtudes numinosas de lo imaginario, los antiguos habían instalado de una vez por todas, en medio de su geografía de lo sagrado la montaña mítica, que unía el Cielo a la Tierra”.
Por último, Godel aspira a que toda revelación sea transmitida, comunicada, universalizada, como todo saber, sustanciando la sabiduría humana. Por ello, siempre es necesario luego de subir, bajar, volver a la llanura (o a la caverna, como en el caso de la alegoría platónica bien conocida) :
“Si el itinerario hacia la luz se cumple en un movimiento hacia lo alto, ha de implicar ineluctablemente su complementariedad dualística; una vertiente de bajada hacia la llanura. El hombre ha de tomar una resolución a la manera de Platón y volver de buen grado a la caverna con sus luces y sus sombras. Es la orden de Sócrates a sus discípulos, por más que “sus almas aspiren sin cesar a permanecer en esas alturas, nos dice, guardémonos de permitirles lo que quiere: no volver a bajar”.
El enamorado de las cumbres guarda en el viaje de retorno el asombro que deslumbró sus ojos. Su gozo permanece –imperecedero- en la revelación decisiva de lo alto; en lo sucesivo conoce la Belleza; si en verdad pudo descubrir que ésta mora en él, ningún juego de apariencias podrá jamás ocultarla a su mirada.
“(…) De vuelta a la llanura, el contemplativo medita: “la montaña me liberó… os llevaré, cumbres mías, radiantes en mí” [citando a Sonnier]. Para el Sabio, sin embargo, esta claridad de las cumbres traspasa, tanto abajo cuanto en lo alto, la densidad de las apariencias. Trans-ilumina con igual intensidad las ocupaciones de todos los días. Bañándose en lo sagrado, las tierras bajas son lugares altos”.
Cierta estética montañista nos es plasmada en este extracto cuando en las cimas también se alcanza un conocimiento de la Belleza. Y en esta espeleología gnoseológica (“teoría del conocimiento”) de internarse nuevamente en la caverna, aquella belleza cumbrera nunca nos abandona como criterio. De la misma forma, lo numinoso de las alturas hace que permanezca lo sagrado, lo eterno, en el ser aún cuando descienda a espacios de menor elevación (llanura, caverna, etc.)… Si bien se dice que el lenguaje de llanura no sirve para expresar la montaña, es verdad que cuando desde la cima se advierte la totalidad del valle o llanura, podemos sostener que accedemos a cierta “llanura de la verdad”, como diría Platón –a cierta claridad de/sobre lo horizontal luego de tanto ascenso vertical.
Para concluir, haremos referencia a la última invocación a este capítulo que realiza Godel, para luego finalizar con algunas reflexiones breves al respecto.
En la “Nota complementaria al Capítulo XIII. Variaciones sobre el tema del alpinismo”, Godel sintetiza diversos aspectos antes mencionados, marcando distinciones entre diversas prácticas en la montaña desde lo actitudinal, sin dejar de sostener el carácter mediador de la montaña para toda experiencia liberadora:
“Cada cual descubre en su comportamiento lo que previamente ha puesto en él. Sólo se encuentra lo que se busca, consciente o inconscientemente. Según la naturaleza de los caracteres que lo emprenden, el alpinismo es una hazaña de todo el cuerpo y del espíritu, ejercitación a la virilidad, o una aventura maravillosa; a veces degenera en agresiva competición en la que el orgullo nacional se pone de manifiesto, en exhibición teatral. También hay que contar con los coleccionistas de cumbres, con los conquistadores de “records”(estos diversos aspectos del alpinismo tienen sus adeptos y son todos justificables), sin embargo, la frecuentación de las montañas elevadas y de sus cuestas numinosas reserva singulares sorpresas a los más fanáticos “racionalistas” y pocos son los que permanecen impenetrables, hasta las últimas cumbres, a las acometidas de lo sagrado. En toda la experiencia de las tierras altas brilla un relámpago del numen como aureola que la corona”.
Se descubre aquí cierta fenomenología de la admiración: el pasmo, la sorpresa y la admiración propiamente dicha, eventos propicios para experimentar el asombro filosófico y armonizaciones de fuerzas interiores y exteriores que tienen a la montaña como escenario e instrumento mediador.
Se descubre aquí cierta fenomenología de la admiración: el pasmo, la sorpresa y la admiración propiamente dicha, eventos propicios para experimentar el asombro filosófico y armonizaciones de fuerzas interiores y exteriores que tienen a la montaña como escenario e instrumento mediador.
La experiencia subjetiva e individual de tal “rapto” numinoso en la montaña abraza a la creencia, la fe, el amor, la reverencia, la confianza, la entrega, el arrojo, el riesgo, el terror, la hidalguía y la fruición. En este sentido, el absurdo opera en otro orden donde es inimputable e intrascendente y desde un punto de vista meramente científico-racional, el llamamiento a lo divino-numinoso puede carecer de sustento verificativo y de objetividad, entonces, desde este plano, lo absurdo del carácter mágico puede resolverse en una postura estética que reniega de lo objetivo científico y de toda técnica de investigación convencional ( y por evocar a lo “ sin razón”, o se acepta la expriencia-sin más- o se la descarta.
Quizá, para poder armonizar nuestras energías, debamos dar más lugar a la voz del daimon socrático, o al “llamado del ser”, para intentar dilucidar qué verdad debemos liberar de lo que nos rodea y qué acciones permiten conducirnos hacia una mejora de nuestra existencia.
Según se dice, la Naturaleza también nos habla: sólo que para escucharla hay que hablar bajo o permanecer en silencio y en calma. Conversar con ella (y más aún en espacios de montaña) puede resultar nutritivo para considerarnos integralmente e incluso no ya advertirnos como seres individuales, sino más bien como holobiontes ( entidades formadas por la asociación de diferentes especies que dan lugar a unidades ecológicas ), en perfecta integración con nuestra ecósfera.
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