Comparto mis propias experiencias de aflicción mental no porque
crea que haya algo especial o único en ellas, sino para apoyar
la afirmación de que muchas formas de depresión son mejor
comprendidas a través de marcos que son impersonales y
políticos más que individuales y “psicológicos”.
Mark Fisher
Quiero contar aquí la experiencia que me dió el poder percibir que la montaña sería mi guía y también mi cura, pese a los límites que intentó ponerme la psiquiatría para evitar que regrese a ella realizando travesías de varios días (por considerar que esto sería peligroso para mí salud mental).
Una vez un psiquiatra me prohibió que fuera solo a caminar a una montaña con una carpa y alimentos, porque él tenía miedo de que me pase “algo”, tenía miedo que me “descompensara” y que “nadie pudiera ayudarme”. Jamás vi en una montaña un puesto de atención psiquiátrica, por lo cual es cierto que desde un punto de vista este psiquiatra “tenía razón”. Si me descompensara caminando en la montaña ningún psiquiatra podría ayudarme. Pero hoy a la distancia me pregunto ¿No será entonces que quienes practicamos andinismo gozamos de una “salud mental” real porque vamos a lugares donde no llega la atención psiquiátrica?
Siento que hay dos tipos de personas que suben montañas. Las que sobrevivimos y las que no. Hay una forma de subir la montaña, que tiene que ver con poder percibir una “fuerza” que se manifiesta en lo que muchos deportistas reconocen como “estar en la zona”, un momento de alto rendimiento, para una exigencia psicofísica intensa. Quienes logran entrar en “la zona” con más facilidad, saben que allí, algo indescriptible, cambia. Quienes tengan el hábito de trotar deben haber identificado alguna vez ese momento en que la mente se libera de preocupaciones y logra una conexión muy especial con la naturaleza. Ese estado es muy similar al estado de inspiración artística y casualmente al estado de locura.
Tenía un amigo en la primaria, Julián Sansiñena, que me invitaba a pasar los fines de semana en un campo en Mercedes, provincia de Buenos Aires. Allí andábamos a caballo, trepábamos a los árboles y jugábamos en el gallinero. Cuando pasé de la primaria a la secundaria conservé un puñado de amigos y junto a uno de ellos tuve la suerte de subir el “Cerro Negro” en Villa Traful, con solo catorce años de edad. Si no hubiese hecho esa experiencia junto a mi amigo el Negro Battisti, mi vida hubiese sido muy distinta.
Desde muy chico había aprendido a disfrutar del barro, el agua, el aire, el fuego, el frío y el calor. La sensación de subir una montaña del sur argentino con mi amigo el Negro a los catorce años, fue maravillosa. Sentíamos que nos estábamos liberando de todo y que si nos cuidábamos en esos tres días que estuvimos caminando por el cerro no habría límites en el mundo para nosotros. Lamentablemente no fue así, al menos para mí. Apenas dos años después, los límites se me impusieron a la fuerza con mucha violencia.
El primer viaje a la montaña lo organizaron mis padres y los padres de mi amigo. Me acompañaron a la estación de Retiro y acordamos muy seriamente que yo les mandaría un telegrama una vez que llegara a la estación de servicio en “Confluencia”, el cruce desde el cual sale un camino de ripio hasta la Villa Traful. Allí me esperaba Ernesto “Toto” Battisti, el padre de mi amigo. Cumplimos en enviar el telegrama y nos encaminamos a la aventura. Pasamos unos días en la casa de la familia Battisti preparando las mochilas, el mapa y la comida, hasta que emprendimos la travesía. Una vez que dimos el primer paso en el sendero, las sensaciones fueron maravillosas y de muchísima plenitud.
Aún cuando empezamos a sentir el peso en las espaldas y nos llegó el cansancio estábamos felices. Caminábamos entre seis y ocho horas por día. Nos armamos las carpas, nos cocinamos, nos llevamos algunos señuelos y tanza para pescar truchas. Fue una sensación maravillosa. Al año siguiente con apenas quince años ambos, repetimos la experiencia. En nuestra segunda travesía tuve un poco de temor o prejuicio. La primera experiencia había resultado tan maravillosa que pensaba que podría aburrirme o mecanizar el andinismo. Sin embargo, en aquella oportunidad descubrí que el andinismo era mucho más que un deporte extremo y una forma de hacer turismo. El andinismo iba más allá de la aventura. Descubrí una filosofía entre mis primeros cerros. El sendero en la montaña es una metáfora del camino en la vida.
Así fue como a los quince años volví a Buenos Aires decidido a dedicarme de lleno al andinismo. Empecé a evaluar seriamente estudiar para trabajar de guarda parque o de guía de excursiones de trekking. Pero también quería trabajar como actor. Por lo cual estaba frente a dos pasiones y vocaciones fuertes. Sabía que una de las dos disciplinas se volvería un “pasatiempos” y la otra mi profesión. Sin embargo, en plena furia de la juventud, de salidas a bailar, de borracheras callejeras, de grupos de amigos indestructibles, de colegios que nos oprimían, sucedió algo inesperado. En medio del despertar al amor, la edad que ya nos enfrenta a las demandas sociales de “decidir una carrera y una profesión” y padres que empiezan a exigir “estudiar o trabajar”, me volví loco. Literalmente, loco.
Con solo dieciséis años los psiquiatras me llevaron a un loquero, me drogaron con un montón de pastillas, me pegaron, me ataron a una cama y me encerraron una semana en una celda para una persona. Fui sometido a tratamientos psiquiátricos forzados siendo menor de edad.
La primavera del año 1994, de un día para el otro, mi vida cambió dramáticamente y tardé dos años en poder empezar a recuperar algunas libertades como caminar solo en la calle o usar un transporte público. El primer verano luego de que me internaran pedí al psiquiatra me permitiera volver a la montaña. Más que un pedido fue una súplica, un ruego, porque la psiquiatría había descargado toda su furia sobre mi cuerpo.
Por suerte, yo era muy joven y si bien eventualmente me emborrachaba en alguna fiesta, gozaba de buena salud. Jugaba periódicamente al fútbol, no consumía drogas legales y era cuidadoso con mi alimentación. Me cuidaba porque respetaba todo lo que podía hacer con mi cuerpo sobre un escenario. Era joven pero consciente de mis deseos y el valor de mi cuerpo. Había descubierto además, que el andinismo era un deporte extremo y que requería un alto compromiso y cuidado del cuerpo. Creo que pude resistir la furia que toda psiquiatría descargó sobre mí, porque el “Cerro Negro” me había preparado física, emocional y espiritualmente para situaciones de alta exigencia.
El loquero marcó un antes y un después en mi vida. Pero yo ya había realizado una prueba de alta exigencia. Había subido el cerro Negro solo con mi amigo a nuestros jóvenes catorce años. Subir una montaña caminando también puede marcar un antes y un después en la vida de una persona. Mi primera montaña fue el cerro Uritorco en Córdoba, en el viaje de egresados de la escuela primaria con apenas doce años. Si bien era aburrido subir con tanta gente, porque se dispersaba la posibilidad de subir en silencio, recuerdo la hermosa sensación de subir cantando, haciendo bromas y dando ánimos para que todos juntos podamos llegar a la cima.
Desde chico mi cuerpo aprendió que era más importante el proceso de subir la montaña, que el resultado de tomarse una foto en la cima. Fue la montaña quien me dio la fuerza que necesité para superar las pruebas que el destino puso delante de mí.
La nota de color de la foto con mi hermana Leslie es que pasábamos mucho tiempo en la ruta haciendo dedo esperando nos levanten y en la patagonia hay viento. Mucho viento, todo el tiempo. Y no le gusta detenerse, es un viento constante y sonante. Hay algunos estudios que aseguran que estar muy expuesto a vientos fuertes afecta la salud mental. La cuestión, es que pasábamos a veces hasta dos horas haciendo dedo hasta que alguien nos levantara y en esas dos horas el viento no paraba. El asunto es que mi hermana en un momento se cansó del viento, se tomó un micro y se volvió a su casa. Yo seguí, aunque me molestaba bastante el viento.
LLegamos hasta Tierra del Fuego y pudimos hacer andinismo en los montes Marcil y el Cerro Castor. Es un lugar maravilloso para caminar entre bosquecitos, arroyos, montañas y castores. Pensar que ahora, tengo que andar lidiando con protocolos, permisos estrictos y declaraciones juradas para salir a caminar en la ciudad de Buenos Aires.
Como extraño caminar por la montaña...
Luego de la primera institucionalización en un loquero tuvieron que pasar como unos cuatro años para que me bajaran la dosis de drogas y pudiese bajar un poco el sobrepeso que me provocaban las mismas drogas psiquiátricas. El psiquiatra tratante en aquella época desestimó todos mis pedidos desesperados para lograr el permiso de regresar a la montaña. A los veinte años, logré volver a salir de expedición con mi amigo el Negro. En nuestra etapa de estudiantes universitarios, viajamos a dedo, aprendimos el arte de la cartografía y subimos muchas montañas. Nos movíamos entre los mil y los dos mil quinientos metros, lo que se conoce como “media montaña”. Luego, mi amigo se fue a vivir y trabajar al campo uruguayo y yo quedé sin mi hermano de montaña.
Decidí por ese entonces seguir haciendo andinismo pero “en solitario”, una técnica desaconsejada por una amplia mayoría de deportistas de montaña. “El solitario” es la suma de conocimientos, técnicas y experiencias para caminar en la montaña sin la compañía física de otra persona. De esta forma descubrí que muchas personas que se habían aventurado a los extremos a los que yo me estaba arriesgando habían perdido la vida. Existe una suma de riesgos y peligros en la montaña que hacen que la mejor forma de estar en ella sea al menos de a dos personas. En una oportunidad en el cerro Tupungato, por la ruta de Chile vi como un helicóptero se llevaba el cadáver de un escandinavo que se había aventurado a conquistar la cumbre de la montaña. En la pared sur del Aconcagua, están congelados los cuerpos de los escaladores que subieron en solitario. Se pueden ver desde lejos los puntitos rojos y amarillos de sus camperas de alta resistencia.
Lo primero que aprendí en la montaña tiene que ver con la “marcha”, es decir con caminar la montaña. La idea que resulta bastante obvia, en la montaña, es disfrutar el viaje. Sin embargo es muy difícil disfrutar la caminata, porque caminar en la montaña suele ser extenuante física y mentalmente. Suelen ser jornadas entre seis y nueve horas con una carga de veinticinco kilogramos en la mochila. Es necesario un alto nivel de organización personal. Si no nos organizamos bien, sobre todo en solitario, podemos perder la vida en la montaña. El solitario precisa un alto nivel de disciplina y planificación. Es importante mantener un ritmo en la marcha, que contemple tiempos para caminar, hidratarse, elongar, descansar y alimentarse. Dada la alta exigencia física y mental de la marcha en solitario es imprescindible cuidarse en cada detalle. Luego de algunos cuantos años descubrí que mi ritmo ideal para poder disfrutar de cada jornada, eran cuarenta minutos de caminata y diez de descanso para comer caramelos, hidratarme y elongar. Así mismo calculo que al mediodía hago una pausa de veinte minutos para elongar, hidratarme, comer un sánguche de queso, maní, castañas de Cajú, almendras y frutos secos.
Uno aprende a relacionarse con el aire, la tierra, el agua y el fuego para poder sostener por ejemplo, una travesía de doce días en plena soledad. Todo andinista sabe que debe procurarse hidratación, alimento, calor y refugio. Estos cuatro elementos esenciales se relacionan con la marcha y la acampada.
Los problemas más graves empiezan en lo que se conoce por alta montaña, cuando se superan los dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar. En principio, hay que tomar cinco litros de agua por día. Eso se llama mantenerse hidratado. El funcionamiento del metabolismo cambia drásticamente debido a la disminución de oxígeno en el aire. Consumir cinco litros de agua por día es un ejercicio indispensable. Hay que obligarse a consumir cinco litros de agua por día una vez superados los dos mil quinientos metros.
En la montaña es vital mantener el calor. Muchos andinistas han perdido piernas, brazos, manos, pies y dedos por congelamiento. El cuerpo genera calor naturalmente y es clave aprender a mantener el flujo de ese calor. Si por algún motivo uno está sintiendo mucho frío y dolor, aunque tenga mucho abrigo puesto, algo grave puede estar pasando y lo mejor será bajar de la montaña. Ponerse y sacarse ropa para mantener el calor es algo que habrá que hacer a lo largo del día. Durante la marcha, poca ropa.
Al llegar al campamento mucha ropa. Luego de la cena, campera. Para dormir, poca ropa. A la mañana, poca ropa. Después de los seis mil metros, no hay reglas. Allí las condiciones son imposibles de manejar y lo único que importa es la supervivencia.
El refugio es importante en el sentido de crear un tiempo y un espacio para el descanso. Hay cierta “arquitectura invisible” del campamento. No se trata solo de armar la carpa, sino de diseñar y construir todo el sitio con lo que se tiene a mano. Lo que se tiene a mano suelen ser piedras de todos los tamaños. En alta montaña por ejemplo cuando hay fuertes vientos, es importante levantar una pequeña pared con piedras para resguardar el campamento de las inclemencias del viento que suele bajar la sensación térmica en el cuerpo varios grados. El armado del refugio es el armado del campamento, no solo la carpa, sino también el espacio para la cocina el cual tiene que mantener cierto orden y prolijidad, al resguardo del viento. El campamento es el momento para disfrutar de la comida, descansar, escribir, tomar fotografías, cantar, o tocar algún pequeño instrumento que uno haya podido guardar en la mochila.
No solo es necesario mantenerse hidratado, sino también mantenerse alimentado. En la montaña el cuerpo consume mucha más energía y reservas. El metabolismo cambia radicalmente. Se llegan a consumir dos o tres veces más calorías en altura que en llanura. Lo importante es alimentarse y disfrutar la comida. Es posible lograr en la montaña diversidad y variedad de sabores, para no aburrir al paladar y de esa manera generar emociones diversas y alegres. La alimentación durante el día debe estar bien organizada. El desayuno tiene que ser muy abundante. Podrá ser un litro de mate, té o cuando se alcanza mayor altura un litro de sopa. Es importante dedicarle tiempo al desayuno. Los cereales y frutas secas son fáciles de transportar y aportan mucha energía, como todo lo dulce. Una o dos barras de chocolate no solo aportan buen humor sino mucha glucosa. También puede agregarse queso y pan.
La “navegación” es otro de los aspectos a considerar con mucho cuidado. En solitario uno también será el único responsable de la orientación. Suele suceder que uno se desorienta y se desespera por haber perdido la huella. Es ahí donde se presentan los desafíos y exigencias para la mente. Hay que tratar de mantener la calma en el momento en que uno descubre que está desorientado y recordar que aún cuenta con comida para varios días. En caso de estar alejado del lecho de un arroyo, lo mejor es frenar, armar la carpa y pasar la noche en el lugar en el que uno descubrió que se desorientó. Un mapa y una brújula son en solitario, dos compañeros indispensables.
Las cartas topográficas, además de ser muy buenas, aún se consiguen en el instituto cartográfico militar argentino. Navegué en solitario en un montón de montañas con cartas topográficas. Pasé por situaciones muy difíciles en la montaña, pero en la ciudad pasé por situaciones peores.
Una vez un psiquiatra que nunca había tenido experiencias con la montaña,me prohibió que fuera solo a alguna de ellas, porque él tenía miedo que me pase algo. Tenía miedo que me “descompensara” y “nadie pudiera ayudarme”. En aquella época yo ya contaba con bastante experiencia en varios cerros de alta montaña.
¿Al final me “descompensé” en la montaña? No me ocurrió eso, no según la idea de descompensación de la psiquiatría, pero mi vida volvió a cambiar radicalmente después de haber regresado a ella. De alguna manera recuperé mis raíces. La montaña fue una de las mejores medicinas que la psiquiatría no pudo evitar. Cada vez que logré viajar a la montaña aprendí un montón de ella y del misterio. Aquel psiquiatra, no se que proceso pudo realizar, sí se que el aprendizaje siempre requiere la humildad suficiente para reconocer los propios prejuicios, contradicciones y miedos.
La literatura es una actividad de mucha exigencia y riesgo. Requiere la disciplina de leer y escribir mucho. Exige poder entrar a lo más profundo de un universo literario y poder regresar nuevamente al universo material. A lo largo del tiempo tuve la necesidad de poder desarrollar una metodología literaria, por lo cual incorporé a mis rutinas literarias un cuaderno de sueños y un diario. Poder tomarme el tiempo para reflexionar y ensayar sobre mis formas de leer y escribir me fue conduciendo hacia una metodología de trabajo. Descubrí por ejemplo, que el relato que uno crea sobre su propia vida puede afectar al relato que uno desarrolla en un libro y viceversa. En este sentido, mi relato sobe mi propia historia terminó desplazando al relato que la psiquiatría construyó sobre mi propio cuerpo.
La literatura me hace preguntas. ¿Cómo contás tu historia? ¿Cuál es tu historia? ¿Cómo podés empezar a crear tu historia? Son preguntas que comparto en los grupos de apoyo mutuo en salud mental. Siempre se trata de escuchar a las voces y reconocer las visiones. Ellas tienen un mensaje para nuestras vidas. La literatura representó en un momento de mi vida un método para desmontar el cuerdismo de mi cuerpo.
Este artículo es mi forma de agradecer a todos mis familiares, amigos, compañeros, lectores y espectadores que me acompañan a subir las montañas de todos los días.
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