Detrás de las geoformas que evidencian los paisajes existen historias que las diferentes culturas fueron construyendo. Historias donde muchas veces lo real y lo imaginario marchan sobre una misma línea. Historias no escritas que muchos especialistas intentan descifrar para extraer “palabras” de tanta materialidad.
El trabajo de la arqueología no se limita a la excavación o el hallazgo de impresionantes objetos o sitios arqueológicos como ciudades perdidas, pirámides en medio de la selva o el desierto, galeones hundidos en los océanos y otros tantos elementos que gozan de gran popularidad gracias a novelas y películas.
Entre una de las especialidades de esta disciplina científica se encuentra la denominada “Arqueología del paisaje”, a través de la cual se intenta indagar acerca de las diferentes concepciones que existieron en el pasado respecto al paisaje, tanto en lo referente a su utilización material como a su interpretación simbólica.
En este sentido, las culturas andinas prehispánicas nos legaron, a través de las crónicas españolas y algo de la tradición oral, un bagaje de información sobre el significado de los espacios geográficos en sus diferentes manifestaciones que, para nuestra cultura citadina resulta incomprensible.
Nosotros, los habitantes de las urbes, estamos divorciados de la naturaleza, no interactuamos ni dependemos de ella en forma directa. Nuestra vida cotidiana no cambia si una temporada llovió mucho o poco, si las montañas tienen más o menos nieve, si los pastos crecieron o si las vertientes tienen suficiente agua. Este mundo moderno, cómodo, artificial nos provee de todo a la vuelta de la esquina y en cualquier época del año, como consecuencia de ello, nuestra gran ignorancia e insensibilidad respecto a nuestro gran hogar llamado planeta tierra.
En el mundo andino uno de los conceptos clave es la dualidad, la que se entiende como la imagen reflejada en un espejo, como la parte contraria, pero también complementaria de todas las cosas y, a partir de la cual surgen la tripartición y la cuatripartición en los aspectos geográfico, religioso y político. Dada la complejidad de la temática y el poco espacio disponible, realizaremos un pantallazo general y parcializado de esta compleja forma de vivir los paisajes.
Se sabe que el Cusco estuvo dividido en dos parcialidades, una Hanan (alta) y otra Hurín (baja) y que estuvieron gobernadas por el Sapa Inca y el Willac Umu Inca respectivamente. El Tawantinsuyu (tawa = cuatro, suyu = provincia o región) estaba dividido en dos parcialidades, las que a su vez se subdividían en otras dos, dando lugar al esquema cuatripartito integrado por el Contisuyu y Chinchaisuyu, por un lado, y el Antisuyu y Collasuyu por otro.
El concepto Hanan representaba al mundo masculino y Hurin al mundo femenino, pero eso no es todo, como dijimos anteriormente, cada mitad a su vez se dividía en dos. Esto no era solo aplicable a la discriminación espacial y social, también se lo empleaba en relación con la sexualidad. La primera bipartición ubica en un extremo al hombre Hanan (masculino/masculino) y en el otro extremo a la mujer Hurin (femenino/femenino), la segunda bipartición genera las contrapartes opuestas complementarias de hombre Hurin (masculino/femenino) y mujer Hanan (femenino/masculino), de lo cual se deduce que la concepción de la sexualidad trascendía lo meramente biológico, pues tenía un fuerte componente social, conformada por cuatro categorías. Sabemos a través de las crónicas que, las mujeres hanan (femenino/masculino), realizaban labores de hombres y se vestían como tales; como también, los hombres hurin (masculino/femenino) realizaban labores de mujeres y se vestían como tales.
Desde el Cusco partían líneas imaginarias conocidas como Ceques, que pasaban por los adoratorios más importantes y seccionaban radialmente en secuencias de tres: Collana (hombre mayor, oro), Payan (mujer, plata) y Cayao (hombre o hermano menor, cobre) que representaban niveles sociopolíticos y sexuales diferenciados dentro del estado inca.
La concepción o cosmovisión del espacio simbólico era tripartita, el hanan pacha o mundo de arriba o celestial; el kay pacha o mundo de aquí, de la superficie donde estamos y vivimos; y, finalmente, el uku pacha o mundo de abajo, subterráneo. Esto genera un marco explicativo a la preferencia por determinados animales destinados a la veneración, tales como reptiles, anfibios o el mismo cóndor, los cuales tienen la particularidad de estar en dos e incluso tres niveles. También se explican las “huancas” o popularmente conocidos como menhires, los cuales son lugares de ofrendas, ya que están enterrados en el uku pacha, se los ve sobre el kay pacha y se proyectan hacia el hanan pacha.
La nieve de las montañas es considerada hanan o agua del cielo, la de las vertientes hurín. No es casualidad que la pachamama (madre tierra) y la mamacocha (madre de las aguas y el mar) sean femeninas o hurín y que el sol sea masculino o hanan.
A través de estos pocos ejemplos vemos escuetamente cómo estos paisajes están colmados de sentido y significados que apenas conocemos. Los paisajes no son solo materialidad visible, son también significado invisible que deberíamos empezar a conocer para valorar más el suelo que pisamos.
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