Esta crónica relata el recorrido de 120 kilómetros que va desde Punta de Vacas en la localidad mendocina de Las Heras hasta el volcán Tupungato y continúa por el Portezuelo del Azufre hasta la localidad de Santa Clara en Tupungato. Una extensa exploración que propone muchos desafíos técnicos como una escalada en roca asegurados a una vía ferrata, el cruce de ríos de gran caudal, el traspaso de acarreos verticales y el intento al volcán Tupungato de 6570 metros de altura.
Integrantes:
Daniel “Roger” Cangiani (Mendoza)
Florencia Sorrentino (Buenos Aires). Integrante del equipo de redacción del CCAM.
Las conversaciones iban y venían desde Buenos Aires a Mendoza y viceversa. Queríamos entrar nuevamente a la quebrada del Tupungato pero, esta vez, pensábamos ir más lejos. En junio de este mismo año (2024) habíamos planificado ascender a un 4000 mil en la zona pero la nieve nos dejó mirarlo desde lejos. Desde hace tiempo venimos conversando acerca de esa quebrada, de las montañas que la distinguen –de algunas en particular–, de sus refugios y sus posibilidades.
Así, lo que en junio iba a ser un ascenso a algún 4000 cercano al Taguas derivó en la aproximación al volcán Tupungato. Entre mapas y conversaciones terminamos proponiendo el intento al volcán y, finalmente, para redoblar la apuesta, decidimos salir por Santa Clara. Nos entusiasmamos con toda la propuesta y con la realización de una extensa travesía por la traza troncal de la cordillera de los Andes con mochila al hombro y sin apoyo de animales.
El armado de los objetivos se venía desarrollando del siguiente modo: los dos queremos explorar zonas poco transitadas. Personalmente, quiero aprender y ganar experiencia en montañas que incluyan desafíos técnicos. Roger quiere proponer nuevos recorridos a futuro en su rol de guía. Exige un modo “alpino” de andar. Casi obsesivamente se centra en el peso de la mochila.
La construcción del programa se realizó entre charlas por teléfono, mensajes y extensísimos audios de WhatsApp. Yo armé el Excel con toda la información, busqué tracks, miré mapas, pensé las comidas. Roger aceptó en silencio y, luego, modificó. Charló con la gente, contactó a personas que han transitado esos senderos. Debido a que Roger es el experto de la cordada, sus sugerencias terminaron siendo las indicaciones finales.
En el medio fuimos haciendo lo posible, entre sus trabajos en la montaña y mis días en la escuela, compramos comida, pensamos en el equipo, perfeccionamos el peso. Tratamos de estar en los detalles pero no siempre funciona.
El viaje comenzó el jueves 24 de octubre de 2024 (para mí un día antes porque salí en micro desde Buenos Aires el 23). En la terminal estaba Roger con el equipo y gran parte de la comida. Hicimos la reorganización de mochilas en unos 30 minutos y alcanzamos el micro hacia Punta de Vacas. Estábamos contentos, muy entusiasmados por lo que venía. Repasamos temas de logística antes de dejar la conectividad por doce días. Igualmente llevábamos comunicación satelital pero sabíamos que todo debía estar acordado previamente. Salir por Tupungato implicaba una logística un poco más compleja de hacerlo por el mismo lugar de entrada. Esto es, hay que pedir permisos, pasar por campos privados, pedir una camioneta para llegar a la terminal de ómnibus.
Hacia Punta de Vacas el tránsito se ralentizaba. El colectivo nos dejó en el inicio del camino (pasando la parada de colectivos). Comenzamos a caminar cerca de las dos de la tarde.
Empezar una travesía de tal magnitud a esa hora y después de un viaje largo no es lo recomendable pero la propuesta era llegar hasta el primer refugio.
Notamos que las mochilas pesaban mucho más de lo que habíamos pactado : 20 kilos era el tope. Definitivamente pesaban más. En la entrada saludamos a la gente que no había estado en la desértica temporada de junio. Una señora nos ofreció las instalaciones y también vimos a unos arrieros que venían a paso tranquilo.
Nosotros fuimos con un ritmo constante pero incómodo. A mí me perturbaba la mochila pero más me molestaba el roce del pantalón en mis piernas. Llegamos al refugio del Río Blanco a las cinco y media. El lugar era cómodo, amplio. Ahora sí, empezábamos a charlar en persona acerca de toda la expedición que se venía.
Video 1. Vía Ferrata
Video 2. Quebrada del Tupungato
Video 3. Cruce del Tupungato frente al Desolación
Video 4. El agua
Video 5. Hito Argentina-Chile
Video 6. Descenso al campo base
Video 7. Nacimiento del río Santa Clara
Video 8. Hermoso lugar de descanso llegando a la tranquera que señala el final del recorrido
El día siguiente traía consigo el primer gran desafío. Nos encontraríamos con la vía ferrata instalada en la zona del Mal Paso. Estaba entusiasmada por treparme a la pared y escalar un poco. Una vez en el Mal Paso se puede observar la gran dificultad que implicaría pasar esa pared sin la vía ferrata. La nueva instalación del cable viene de la mano de la reactivación de la zona gracias al proyecto de Los Senderos de Gran Recorrido de Mendoza.
La vía ferrata se veía atractiva y empezamos a armar el equipo. Un arnés con la cuerda auxiliar, un cordín y dos mosquetones. Las zapatillas de andar y la mochila tremendamente pesada. Envalentonados empezamos a transitarla. Fue mucho más intensa de lo que pensábamos. Con un leve desplome en varios tramos, la mochila parecía un yunque que tiraba hacia atrás. Roger había insistido varias veces que llevásemos un solo mosquetón para aliviar peso y que el resto lo hagamos con el mismo cordín. Me enorgullecí de no haberlo escuchado mientras observaba sus maniobras complejas con una sola mano.
Luego, vadeamos el arroyo Chorrillos y, finalmente, llegamos al refugio con el mismo nombre. La jornada había sido intensa y estábamos molestos. Por suerte habíamos llegado temprano y la tarde era extraordinaria. La caminata nos había hecho pensar en el peso –a cada segundo- y decidimos rever el equipo. Un poco a regañadientes descartamos parte de la comida.
Faltaban aún diez días pero el peso se hacía poco llevadero. Yo era un poco más optimista con el tema de los porteos, pensaba que lo más duro en cuanto peso iba a ser solamente hasta la base del Tupungato -ya que ese sería un lugar por el cual volveríamos a pasar- y luego, nos podríamos olvidar del peso.
Como aprendizaje decidimos ir tomando nota de lo que sí funcionaba. De las comidas y las porciones. Creo que la reflexión sobre el tema del peso fue el leit motive de varias jornadas. Queríamos hacer bien esta expedición pero la mirada también estaba puesta en las futuras.
Ya más livianos, al día siguiente nos enfrentaríamos a una de nuestras mayores preocupaciones. El cruce del río Plomo estaba cargado de mística. Caminamos hacia él con el cerro Polleras de frente. El día estaba soleado.
Siempre pienso en el cruce de los ríos como un obstáculo que hay que sortear para llegar a destino. Los miro con desconfianza. Hoy pienso que, además de la complejidad que implica, los ríos también traen buenos augurios, traen el agua que hidrata y limpia, por ejemplo, y también traen historias que llegan y se van. Por el mismo lugar que atravesamos, han cruzado arrieros desde tiempos inmemoriales, no mucho antes que nosotros, también lo habían hecho varias personas que habíamos contactado para tener información actualizada como Gerardo Castillo o Martín Lagarda. Hasta el mismo Roger había cruzado ese mismo río dos veces (en 1995 y 1996) para intentar y, finalmente subir el cerro Polleras. Esas son historias de éxito pero siempre se escuchan las otras, las que tienen aires de tragedia y que, finalmente, se convierten en leyendas. En fin, el río trae historias.
En el sentido práctico, ninguno de los cruces de ríos fue complejo. Si bien tuvimos dudas acerca de la época del año en la que decidimos emprender la expedición (fines de octubre-principios de noviembre), las condiciones fueron óptimas. En el cruce del río Plomo el frío fue intenso pero pasó rápido.
Una vez que cruzamos el río, continuamos por la quebrada del Tupungato (que se tuerce hacia el este) y dejamos atrás al río Plomo. Rápidamente tomamos la senda y, desde cierta altura, pudimos observar el refugio Taguas -que había quedado del otro lado del río Plomo- y el refugio Cilindro o Tambor que se ubica en el ingreso a esta quebrada pero de la margen derecha.
La caminata hasta el refugio Desolación es intensa. En mi opinión, la jornada más dura de toda la expedición. La intensidad está dada básicamente por el terreno. Es un interminable acarreo que hay que atravesar siempre con cierto riesgo de caída. La atención estuvo a tope. Los caminos se desmoronaban. La tensión crecía a medida que nos encontrábamos con una especie de cañadones que había que descender y ascender por paredes muy empinadas. Supuestamente eran dos grietas pero yo creo haber contado cinco o seis. O quizás se multiplicaban a medida que nuestro cansancio aumentaba.
Uno de los últimos cruces lo realicé al grito de mi compañero “por favor, no te caigas”. Él se había sacado la mochila y me miraba horrorizado. El paso, evidentemente, iba a ser muy complejo. Obviamente sus gritos imperativos no ayudaban ante el riesgo pero logré enfrentarme al obstáculo.
La jornada completa fue de diez horas. Llegamos al refugio Desolación –o Cabaña Mágica– agotados y creo que esa jornada nos dio cierto entendimiento de la expedición que estábamos enfrentando. El refugio Desolación es enorme y se ve desde lejos. Creo que unas dos horas antes de llegar ya se puede divisar. Eso puede dar un alivio aunque, en ese momento, dudamos de si era posible verlo desde tan lejos.
Al día siguiente llegaríamos al campo base del volcán Tupungato. La quebrada empezaba a abrirse. Estábamos lejos de todo, decíamos.
Pensábamos que lo peor ya había pasado pero cuando, al día siguiente, uno de los caminos tomó las mismas características, mi entusiasmo descendió. Me angustiaba la idea de otra jornada de diez horas con esa tensión. Es más, me parecía que el sendero empeoraba ya que veíamos rodar las piedras por donde estaba la insignificante huella. Me empecé a fastidiar. Roger observó que, del otro lado del río que habíamos cruzado hacía una o dos horas, había un sendero. Yo chequeaba tracks que indicaban lo contrario pero, atendiendo a las indicaciones de la experiencia, cruzamos el río y, por supuesto, fue la decisión correcta. Comparando el nuevo sendero con el anterior, me sentí caminar por la 9 de Julio y me alivié.
Al igual que el día anterior, fue una jornada larga que nos llevó otras diez horas de caminata intensa. En general, hacíamos una parada de 20 minutos para almorzar y, luego, interrupciones mínimas durante el camino. Charlamos poco, nos enfocamos en caminar ya que, sabíamos, era la jornada más extensa en kilómetros.
Yo venía con uno de los gemelos agarrotado y pisaba mal. Roger iba adelante, a lo lejos. Eso me preocupaba, mi ritmo había cambiado y hacía lo posible por seguirlo. Estaba atemorizaba por mi pierna. Imaginé desgarros y caminatas lentas durante largos días para poder salir de la quebrada. Pensaba que así no iba a poder subir el Tupungato. Estaba preocupada. Estaba lejos. Era el cuarto de doce días.
Finalmente llegamos a la gran quebrada que se abre hacia el volcán. Algunas pircas indicaron un campamento así que decidimos quedarnos allí. Eran las seis de la tarde y pronto anochecería. Desde que entré a la carpa comencé con los ritos para mejorar la pierna y para sanar los pensamientos. Medicación, cremas, elongación, estiramientos durante la noche en los momentos en los que uno se despierta fugazmente.
Al día siguiente estaba como nueva.
El día 5 me desperté óptima. Me reí del humor y de los pensamientos del día anterior. Empezamos a ascender y festejamos la tan ansiada posibilidad de dejar parte del peso en el empircado ya que, ahora sí, pasaríamos por el mismo lugar.
Empezamos el ascenso al volcán. El clima era inmejorable. La nieve empezaba a presentarse de a poco, en manchones.
Corría el agua limpia. La quebrada se abría y se cerraba de manera intermitente. Decidimos acampar en las inmediaciones de una pared glaciaria bien empinada. No encontramos un campamento (creí verlo un poco más abajo aunque dudé por la exposición a la caída de piedras). Nos conformamos con armar la carpa en un terreno húmedo y cargado de lajas. Encontramos como positivo que podríamos sacar agua haciendo pozos con la piqueta y, de esta manera, no tendríamos que derretir nieve. Las provisiones que habíamos llevado eran mínimas –incluyendo el gas– así que el ahorro era un tema principal.
Habíamos visto el objetivo. Desde el campamento se veía un gran anfiteatro de rocas y pensamos que una opción era llegar hasta allí arriba y luego empezar a recorrer el filo. Con piqueta en mano comenzamos el zig zag. Largo pero cautivante: la montaña blanca, la nieve transitable, el día soleado. Mezclaba mi embelesamiento por el paisaje con mi atención al terreno. Miraba mientras me repetía para no equivocarme: bastón, pie en equilibrio, piqueta, pie en desequilibro. También pensaba en cómo debía autodetenerme si caía, me lo recordaba casi constantemente para no dejar nada librado al azar.
Hacia el final, la nieve se empezó a hundir y la pared a poner cada vez más vertical. Al llegar cerca del anfiteatro, divisamos el hito que señala el límite entre Argentina y Chile. Y accedimos a las mejores vistas de la expedición (junto con las del próximo campamento). Teníamos una nueva perspectiva de la cordillera. Allí, el límite natural realiza una gran curva (entonces queda algo así como estoy en Argentina, en el medio está Chile y del otro lado es Argentina) y se observan los perfiles Oeste de montañas destacadas como el Polleras y el Polleritas.
Decidimos seguir andando por el filo y buscar un campamento lo más elevado posible. Debíamos empezar a hacer la diferencia en metros. Luego del hito, el filo angosto se torna vertiginoso. Sin embargo, el clima acompañaba y pudimos llegar a los 5000 metros de altura en donde encontramos un espacio para acampar. Una jornada en la que los paisajes empezaban a emocionarnos. Mirábamos las montañas a lo lejos y tratábamos de reconocer sus nombres. Nos sentíamos muy bien. Preguntamos acerca del clima a través de la radio a Leandro Scheurle de Argentina Extrema y los dos días siguientes auguraban buenas condiciones. La ilusión de llegar a la cumbre estaba intacta.
Los dos días que siguieron fueron los intentos de ascender al volcán. Primero quisimos subir y pernoctar cerca de los 6000 metros –al menos, ese era el plan–. No sabíamos con certeza en donde se encontraban los campamentos pero, de seguro, eran hacia arriba. El filo era rocoso y la senda se tornaba muy difusa. Además, los pasos requerían de precisión. El viento comenzó a soplar muy fuerte.
Al poco tiempo de andar se hizo insostenible la situación. En esas condiciones era un riesgo seguir caminado. Habrá cambiado el prono, pensamos. Había que volver. La decisión fue repentina por la situación en la que estábamos. Roger pensaba en cerrar finalmente la posibilidad del ascenso pero, a medida que el terreno se estabilizaba, los pensamientos volvieron y propuse acampar para intentar la cumbre al día siguiente.
Acampamos a 5100. Cien tristes metros habíamos sumado en todo un día.
Volvimos a chequear el pronóstico y daba un solo día más de chances, luego había que bajar. Se avecinaba días de nieve y viento. Era la última posibilidad de cumbre.
Yo tenía la ilusión. Me había imaginado en la cumbre. Si el clima favorecía, lo íbamos a lograr. Pero el volcán tiene más de 6500 metros y estábamos lejos.
El día de cumbre salimos abrigados hasta las manijas aunque no hacía tanta falta. Pudimos superar el filo que, el día anterior, nos había obligado a volvernos. Todo era optimismo. Yo iba con una sonrisa soñando con la cumbre. Tenía en mi mochila una cartita que mi hijo me había dado para dejar arriba.
Roger se enojaba porque no encontraba ninguna senda. El camino estaba cargado de nieve y, por supuesto, era difícil encontrarla. Yo estaba ilusionada pero ese entusiasmo no hacía que anduviera rápido. Caminaba lento y me empezaba a doler un poco la cabeza. En las paradas -casi nulas- nos contábamos cómo estábamos. También había transmitido mi esperanza por ascender y Roger, en cambio, no lo creía posible. Cerca de las once de la mañana comenzamos a acercarnos al gran paredón que da paso –vaya a saber cómo– a la cumbre del volcán.
En el trayecto vimos varios sectores de pircas que marcaban los campamentos (un vivaque en el filo y uno o dos campamentos más). Era allí en donde debíamos haber dormido la noche anterior pero no, lo habíamos hecho 800 metros más abajo.
Eran las 11 de la mañana cuando mi co-equiper, que estuvo adelante mío durante todo el ascenso, dijo “hasta acá llegamos”. Él ya lo venía masticando desde hacía varios metros, lo había deslizado en alguna parada. Llegamos a los 5880 metros de altura. Yo quería seguir un poco más pero él se preguntaba acerca del sentido ya que, igualmente, no llegaríamos. Para seguir, para pasar los 6000, porque ahí nomás está la cumbre.
El clima, hasta ese momento había sido óptimo y estábamos en un buen horario pero faltaba muchísimo. Algo así como 600 metros sin la aclimatación adecuada. A mí me intrigaba la pared. Quería escalarla.
Volvimos en silencio. La cumbre quedó a nuestras espaldas, salvaje, distante. A los treinta minutos el viento empezó a soplar fuerte, muy fuerte. Me agarré de esos vendavales para reforzar la decisión. Si hubiéramos seguido íbamos a estar complicadísimos.
Llegamos al campamento que habíamos dejado a los 5100. Nos recuperamos un poco. Estaba conforme con la decisión pero aún intentaba procesarla. El viento soplaba fuerte, se avecinaba una nevada. Decidimos desarmar y seguir bajando. Teníamos que pasar por el hito y la pared vertical cargada de nieve luego de un gran esfuerzo. Estábamos cansados pero igualmente resolvimos descender. Llegamos al que habíamos nombrado como “campo 1” a 4030 metros sobre el nivel del mar a las siete y media de la tarde. Al día siguiente emprenderíamos la vuelta.
La travesía continuaba con pasos desafiantes así que nos enfocamos en lo que faltaba. Descendimos hasta el río Tupungato. Previamente levantamos las cargas que habíamos dejado en el camino. Ahí evaluamos las reservas de comida y de gas. Era poco. Lo peor es que a mí la comida liofilizada me estaba produciendo un rechazo terrible y estaba alimentándome poco.
Para salir por el Portezuelo del Azufre lo ideal es acampar en los corrales de piedra que están en la base de la quebrada -que es particularmente vertical-. Allí descansamos. Disfrutamos del entorno. Desde allí podíamos ver la pared del volcán a la que habíamos llegado. Seguíamos discutiendo las maneras de ascenderla.
Al día siguiente empezamos a subir por la quebraba del Azufre para llegar hasta el portezuelo que se encuentra a 4611 metros. La subida es a la vera del río.
Hacia el portezuelo la quebrada se empina muchísimo y el último acarreo es agotador. Nuevamente se presentaba la nieve. Entonces, volvimos a prepararnos: polainas, grampones, piqueta en mano. Lamentablemente, una vez del otro lado de la quebrada, la nieve estaba blanda y nos hundíamos. Luego de andar algunas horas, mechábamos entre nieve, barro, río. Se acercaba el verano y la tierra empezaba a sentirlo.
Roger, como siempre, buscaba sendas entre los manchones de nieve. Pronto encontramos un camino grande hecho con máquina.
Desde ahí hasta Santa Clara el sendero está bien delimitado. Se veían los vestigios de algún intento de reactivación de la zona: el camino grande, las señalizaciones y hasta una cartelera de indicaciones. Pero, ahora, los caminos estaban repletos de piedras y la cartelera, vacía.
En el camino, buscábamos el refugio Durmientes del Azufre. Casi lo pasamos de largo. Es fácil perderlo de vista. Está a la vera izquierda del camino. Un golpe de suerte, una mirada hacia el costado y pudimos dormir bajo techo.
El último día había llegado. 3 de noviembre de 2024. Once días con la mochila a cuestas. Ya no quedaba casi nada para comer pero estábamos felices porque llegaríamos al Refugio Militar Coronel Plaza. Como era domingo, nos reíamos imaginado que, quizás, estaban haciendo un asado y nos invitaban a comer. O podríamos comprar algo rico en la terminal de Tupungato.
Anduvimos con paso firme por el gran sendero. Tuvimos que vadear varias veces los ríos. Primero haciendo los cambios de calzado y, al poco tiempo, descartamos la idea. Vadeábamos uno tras otro así, como veníamos, sin meditarlo mucho.
Estábamos tan embalados que no vimos cuando empezaron a aparecer los puentes. Nosotros seguíamos cruzándolos con el agua hasta las rodillas. Con ganas de llegar.
Mientras nos acercábamos al final, el paisaje se fue poniendo verde. Dejábamos atrás el rojizo del azufre y, más atrás, el blanco del Tupungato. Ahora, con otros tiempos y con la relajación de andar por otro tipo de sendero, tratábamos de reconocer las ubicaciones de los ríos que habíamos leído en la carta topográfica.
La tranquera marcó el final. Habíamos completado la travesía. Igualmente tuvimos que caminar unas dos horas más lo que implicó dejar el sendero para llegar al refugio militar desde donde nos pasaría a buscar el transporte.
Llegamos al refugio y los militares salieron a nuestro encuentro. Les contamos sobre nuestra aventura y nos invitaron a pasar. Tomamos nuestro primer mate en más de doce días, comimos chorizos y pan casero con dulce. Los hombres escuchaban nuestras historias y nos hacían preguntas del terreno.
Al poco tiempo llegó la Gaby Cavallaro con su camioneta y su expertise en la zona. En el camino a la terminal de Mendoza charlamos infinitamente. Nos había llevado frutas y jugos. Estábamos felices.
Al llegar a Mendoza, compré un boleto y corrí al último colectivo que salía para Buenos Aires. Así como estaba, con once días de montaña encima. Llamé a mi familia y compré comida en una de las paradas. Sentía ese regreso diferente a los anteriores.
Cada experiencia me trae saberes que luego intento objetivar para que perduren en mi memoria y para que sean instrumentos en los próximos recorridos. Son como cajas en donde guardo aspectos de la experiencia que construyen mi aprendizaje. Se parecen a capítulos de un libro teórico-práctico. Escribí alguno nuevo con el título “tránsito en la montaña”. Este se tornó novedoso en cuanto a técnicas, velocidad y fuerza. También, sumé algunos párrafos a los segmentos que trabajan la alimentación y la mente en la montaña. Espero que a futuro ese libro imaginario esté cargado de nuevas experiencias que sean tan gratificantes como la vivida en esta travesía.
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