El Aconcagua, con toda su autoridad de cumbre máxima de América, nunca se sintió más conquistado que en esta temporada. Cinco expediciones lo vencieron. Un jovencito de diecisiete y una mujer hollaron su cima. El pico sur, considerado meta para suicidas ya tiene depositado un libro de registro. Estamos en el año cincuentenario de la ascensión inicial, y pareciera que es tiempo de que el hombre moderno, el hombre deportista, auxiliado por la ciencia y la técnica, no se intimide por las altas montañas, sus hielos, sus tormentas, sus honduras.
Sin embargo, el Aconcagua ha de cobrar otro trágico precio a tanta hazaña. Alucinó a dos hombres y una muchacha; los retuvo largas jornadas, torturándolos, y mató a la joven y a uno de los hombres.
Las cuatro expediciones anteriores carecen de mayores alternativas dramáticas. De regreso, uno de los expedicionarios publica un relato donde puede decir: “Nuestros ojos asombrados vieron un caleidoscopio de sueño: amarillo, carmín, escarlata, azul, gris, verde, y sus gradaciones: el amarillo cromo y el naranja, azul de cobalto y azul de ultramar, verde laca y verde claro... Todos suavizados por una sordina de gracia y equilibrio” ¿Paisajes de turismo?, se habrán preguntado algunos lectores. Desde luego que no es lo mismo.
El andinista con suerte podrá recordar paisajes privilegiados, pero al ir al Aconcagua, ciertamente no hizo turismo. Aquella ascensión fue realmente afortunada. La cumplieron el 27 de enero seis andinistas: Héctor González Nogués, Vicente Cicchitti, Juan R. Gómez Castro, Miguel Cáffaro, Manuel Svars y Rafful Boueri.
Cáffaro no hacía más que repetir su éxito de una semana antes.
Fue con Humberto Escobar, andinista y redactor del diario “La Unión”, de Valparaíso. Confirieron a su empresa un carácter simbólico: Confraternidad argentino-chilena. Cáffaro, argentino, y Escobar, chileno, allá arriba se dieron un abrazo y colocaron banderas con sus respectivos colores nacionales. Al subir vieron el cadáver del ingeniero Alberto Kneild, caído en 1944, en ropas menores y descalzo. Al descender, copados por la noche, no localizaron el campamento y tuvieron que pasar las horas caminando y frotándose uno a otro para no congelarse.
Otra expedición feliz fue la primera. Ricardo Ponce, que tiene un buen récord de escalamientos, Alfredo Magnani, que cuenta diecisiete años de edad y también ha hecho muchos y Héctor Perene, ex campeón mendocino de remo, celebraron la Navidad de 1946 en el diminuto refugio emplazado a 6.400 metros. El día 27 de diciembre se encontraban en la cima y Magnani se convertía en su vencedor más joven.
Thomas Kopp, de Misiones, y Lothar Herold, de Buenos Aires, se reunieron en Mendoza para ganar el jamás pisado pico Sur del Aconcagua en el cincuentenario de la primera vez que se llegó al Norte, cosa que hizo el suizo Mathias Zurbriggen el 14 de enero de 1897.
Pensaron en eso el año anterior, el 8 de enero, viendo la cumbre Sur desde el Norte. Aquélla es un poquito más baja, tiene 7.005 metros, pero hasta entonces ninguno se atrevió a escalarla. Los peligros son reales. Lo saben Kopp y Herold que afrontaron paredes de hielo empinadas diez metros, bordearon abismos sin fondo visible, subieron paredones escarpados, exigentes de su íntegra técnica de montaña. Casi al final del camino hallaron un esqueleto de guanaco. Es raro, porque no se comprende quién puede haber ido allí y, asimismo, porque en tales alturas los cadáveres siempre permanecen intactos. Salieron de los 6.400 metros el 7 de enero a las 07:00 y alcanzaron su objetivo a las 19:00 hs. El retorno, por laderas milenarias, vírgenes del paso humano, en alturas vecinas del cielo, bajo la luz de la luna, pudo ser tema de poemas fantásticos, y casi lo fue, porque esa luz lunar les resultó engañosa y a poco estuvieron de perderse para siempre.
La notable avanzada de Zurbriggen se recordó exactamente a los cincuenta años en Plaza de Mulas, campamento de base, que está a 4.200 metros. Habló un animoso andinista, Mario Caretta: lo escucharon los miembros de la expedición que él comandaba, y sólo tuvo dos triunfadores: Cáffaro y Escobar, los que llegaron el 20 de enero.
La más reciente y dolorosa página de esta temporada es de febrero. El grupo se integraba con María Canals Frau, José Colli, Juan Mas, Andrés Núñez, Simón Lais y Manuel Pacheco,éste como jefe.
Cuando se consideró oportuno acometer el asalto final, sólo los tres primeros se sintieron en condiciones de superar el refugio de los 6.400 metros La señorita Canals Frau (por todos llamada cariñosamente Mausy) iba a cumplir veintidós años el día 12; española de origen, estaba afincada en Mendoza; estudiaba en la Universidad, donde su padre fue profesor hasta hace poco.
Colli era su novio y apenas la superaba en edad. Mas era sargento del ejército y prestaba servicio en el sexto destacamento de Montaña, de Junín de Los Andes.
El 9, temprano, salieron hacia arriba. El 14 el cuerpo de Mas permanecía exánime en la montaña, y el de la joven —negro, quemado por la nieve— era velado en la casa paterna, mientras el sobreviviente, Colli, con los pies congelados, en el hospital, pedía que lo llevaran a ver a su novia, “aunque sea caminando”.
En un pasillo del hospital, cuando se trasladaba al animoso muchacho a la sala de operaciones para practicarle una transfusión de material céfalo-raquídea, el cronista conversó con él un momento, para conocer cómo ocurrió lo más importante. El que lo contó, el único que podía saberlo, no lo recordaba bien porque sus alucinaciones le oscurecieron la noción de los hechos, que él —con sencillez, transmitía mejor su dramatismo y palabra serena, meditada, como si hablara para él mismo, ausente de los circunstantes, que lo oían en silencio— narró así:
Desde los seis mil cuatrocientos (metros) tuvimos un tiempo muy desfavorable. Había mucha nieve y el frío era intensísimo. La última medición que recuerdo señalaba 42 grados bajo cero. Después la temperatura habrá sido más baja. Ese ambiente fue influyendo decisivamente en nuestro ánimo y quizás en nuestro entendimiento. Horas sin fin se sucedieron y nos cubrió la noche que pasamos a la intemperie, al pie de un pequeño promontorio rocoso. En la mañana siguiente no nos veíamos bien. Creíamos que nos rodeaba la niebla, pero como a mediodía no se dispersaba, nos dimos cuenta de que teníamos afectada la vista. Estábamos medio ciegos. Ahora pienso que eso, pese a que en tales ocasiones debe suponerse un mal presagio, hubo de atemorizarnos; pero no. Al contrario, decidimos seguir el escalamiento final; y lo hicimos.
La última etapa, sin haber mejorado las cosas, me deprimió profundamente, porque Mas divagaba como si le faltara la razón. Preguntaba con insistencia si seguíamos bien en el camino de bajada; y estábamos subiendo. Decía con naturalidad que esos gritos que están dando los arrieros le producían tal o cual impresión y nos ahogaba la soledad. Dude de mí mismo, descartando la posibilidad de que sus sinrazones definieran una perturbación de él. Tras un descanso, dijo que iba a buscar o armar una carpa; no sé. Y se alejó. Hasta donde nuestras voces podían oírse me preguntaba si se dirigía hacia la izquierda y yo le contestaba que sí. Lo perdimos de vista. Seguimos. Mi novia se quejaba de frío agudo, pero no pensaba abandonar la empresa. Ella era muy valerosa. Así pudimos llegar a la cumbre. Me parece que fue una satisfacción relativa.
¿Nuestro mal estado, espíritu trabajando por las penurias, presentimientos de lo que nos esperaba? Allí, en la cumbre, hablé de las carpas. Las buscaba y quería que nos guareciéramos en ellas. Mi novia, lúcida, quería convencerme de mi error, despertarme. La vi tan emocionada que me callé.
Más tarde —continúa José Colli—, el retorno. Ella se helaba, le costaba caminar. Más o menos a los seis mil ochocientos metros encontramos una piqueta, un gorro de cuero y un pasamontaña. El gorro tenía las iniciales de la señora Bance de Link; el pasamontaña era de mujer, seguramente de ella misma. Prendas perdidas en su desdichada expedición.
A la piqueta le faltaba un herraje: era la de Mas. Luego, por allí había pasado Mas y tal vez se detuvo a observar las prendas, de la señora de Link: pero ¿por qué dejó la piqueta?
Creció nuestra intranquilidad. A unos cincuenta metros más abajo divisé una elevación de rocas rojas y resolví usarla como atalaya, para buscar a Mas. Caminé hasta las rocas. Llegué a ellas. Mausy me gritó, indicándose, horrorizada, que mirara hacia mis pies. En el suelo, en el nacimiento de la elevación, boca abajo, estaba muerto Mas. ¿Por qué no lo vi hasta entonces? Puede ser que, debido a su capa roja, que lo cubría, y era casi del mismo color que la roca. Ausculté su corazón, que ya no latía. Procuré borrar la desagradable crispación de sus dedos, extendiéndose; y crujieron.
Debíamos evitar que nos sucediera lo mismo, sobre todo a mi novia, que padecía notoriamente los síntomas del congelamiento. Acordamos ganar distancias rodando por la nieve en el gran acarreo en pendiente, sin vallas aparentes, elevaciones o depresiones. Rodamos y cubrimos algún trecho de interés. No podíamos ir más ligero, por temor a peligros invisibles y a estropearnos demasiado. Alcanzamos a ver la forma de las rocas que resguardaban al campamento. Era una visión lejana y grata; aunque nos faltaban fuerzas para llegar. Mausy estaba cada vez más entumecida y yo padecía continuas alucinaciones. Vi la forma de las rocas, supe que tras ellas estaba nuestra salvación; y, según me contó posteriormente mi novia, le discutí que era una ciudad de cristal. Yo gritaba a sus pobladores que vinieran a buscarnos. Mausy me abofeteaba para despertarme. Yo gritaba hasta quedar sin voz, y, ¿quién podía oírme?
Con la nueva noche nos agravamos. Nos abatía el sueño y no teníamos aliento ni siquiera para buscar las píldoras con que lo veníamos combatiendo. Pasé una noche de intensa perturbación mental, y ya ni Mausy tenía claro el pensamiento para comprender que convenía abofetearme.
Recuerdo que al amanecer cobré una inmensa alegría tan sólo por ver la luz, a la cual habré supuesto el anuncio de que nos rescatarían. No obstante, proseguí alucinado. Por ser la madrugada, creí que podríamos irnos de allí en algún camión repartidor de diarios de “Los Andes”. Suponía que mi novia me preguntaba cómo es el grito del zorro y yo le respondía que es semejante al sonido gutural de una persona que se ahoga. “¿Oyes, Mausy? Como esa voz ahogada que se siente ahora.” La que se ahogaba era ella. Los sonidos, sus estertores de muerte. Lo comprendí en seguida...
Después, me dije que no podía dejar allí el cuerpo de mi novia muerta. La abracé y rodamos nuevamente. En Nido de Cóndores, en un descanso, lo que yo imaginé otro producto de mi delirio, gritos de arrieros, era la realidad. El baquiano venía a buscarnos. Detrás acudió Pacheco. Bajamos a lomo de mula."
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