El renombrado Llullaillaco, conocido en el mundo entero por tratarse de uno de los volcanes más altos del planeta y por haber sido el escenario de un descubrimiento arqueológico de gran importancia para la ciencia, atesora todavía un sinnúmero de leyendas, muchas de ellas aún desconocidas.
Existe una historia de una enorme caverna en el volcán Llullaillaco, que motivó a generaciones de exploradores y soñadores a visitar los desérticos paisajes del confín puneño.
Esta historia comienza como tantas otras, con un relato de la popular tradición oral y mucho entusiasmo.
En el año 1932, en la localidad puneña de San Antonio de los Cobres, el viejo baquiano Valeriano Pantoja deleitaba los oídos y exaltaba la imaginación de dos jóvenes profesionales que se encontraban en ese pueblo realizando exploraciones sanitarias y estudios de ecología humana. Sin duda, la historia de la “CHUNGARA” del Llullaillaco (cueva, donde se refugiaban los arrieros con sus llamas mientras viajaban a Chile) había conmovido y movilizado a los médicos Salvador Mazza y Miguel Jorg.
No tardaron estos hombres emprendedores en organizar una expedición al gigante andino en busca de la cueva mencionada por Pantoja.
Durante el viaje de acercamiento, que les demandó diez días a lomo de mula por uno de los lugares mas inhóspitos del planeta, el relato del baqueano retumbaba cada vez con mayor fuerza en sus mentes y tal vez la imaginación les describía aquel “gigantesco hueco cónico en el corazón de la montaña, cuyo piso tendría centenares de metros de extensión y cuya altura era inmensurable, pues su techo se habría de perder en la inmensidad del techo que la aloja, chimenea de una cráter volcánico apagado”. En el interior de esta caverna, donde otrora se alojaban centenares de animales, Valeriano hizo referencia de la existencia, entre otras cosas, de restos de fogones, pictografías, herramientas líticas, fragmentos de cerámica y otros materiales manufacturados.
Una vez en el lugar, los expedicionarios pasaron largas horas tratando de encontrar la boca de acceso, hasta que finalmente dieron con una “abertura chata de 50-60 centímetros de altura y quizás un metro de ancho irregular y erizada de filosas rocas quebradas”.
De los seis miembros que integraban el equipo de aventureros, cuatro bajaron al interior de la chungara, el primero en descender fue el salteño “Flaco” Reales, longilíneo hombre oriundo de Luracatao, quien atado a una soga de cáñamo no tuvo problemas en adentrarse, dando luego la voz de aceptación, se trataba de la famosa “chungara”.
Damos a conocer una selección de citas del relato de Jorg, el cual merece ser leído sin cambios ya que se trata de una preciosa pieza literaria poco conocida y que nos transportará a ese inhóspito paraje puneño donde transcurrieron dramáticas horas estos hombres de ciencia.
“¡Allí estábamos! La inmensa caverna cuyo piso configura un óvalo que apunta al NE y cuyo largo máximo llega a los 560 metros se mostró efectivamente como un enorme cono, casi un cilindro, cuyo límite superior no era visible pues el haz de luz de nuestras más poderosas linternas de 7 elementos voltaicos, que fácilmente llegaban a 500-600 metros se perdía en el vacío. Por alguna grieta oblicua en las alturas, se filtraba un tenue y neblinoso haz de luz diurna, que no alcanzaba a disipar la lóbrega oscuridad del pétreo recinto.
Si bien grandiosa en su conformación, aquella catedral del silencio y las tinieblas se mostró negativa en sus aspectos arqueológicos, quizás por insuficiente exploración de nuestra parte.
El ambiente era frío, pero húmedo y sofocante; se advertía que el aire de la caverna no se renovaba por falta de circulación. La pared del cono estaba cubierta de una espesa capa viscosa de líquenes y algas, pero fue imposible descubrir el menos rastro de pictografías”.
Luego de tomar algunas fotografías, filmar y levantar un plano de la cueva los expedicionarios emprendieron la retirada, el último en salir fue el doctor Jorg, pero...”al llegar a la mitad del túnel, súbitamente me atasqué; no supe si mal orientado mi cuerpo o quizás distendido por el sofocón no pude avanzar más. Se me alargó una segunda cuerda. Imposible avanzar! Una aguda y filosa piedra se me clavaba en la espalda a tal punto que el último tirón me hizo tiras la camisa y me produjo una profunda herida desgarrada en la espalda. Me alcanzaron una de las fuertes zapas-picos de escalar montaña para que tratara de picar la roca y eliminar el obstáculo. Me acomodé acostado de lado en la parte más ancha del túnel y empecé a castigar con furia la saliente de roca con la zapa. A los pocos minutos tuve la sensación por el ruido del impacto, cada vez más sordo, que la roca saliente se desprendería.
Introduje la zapa en una grieta que flanqueaba el saliente e hice palanca. Siguió un sordo estruendo, un remedo de trueno y una laja inmensa, bloque de tamaño incalculable se soltó, cerrando casi por completo el estrecho pasaje. Algunos crujidos más y un ruido alejado de aluvión; la boca del túnel se oscureció por completo y luego el silencio absoluto en mi derredor: ¡Prisionero del Llullaillaco! Me invadió súbitamente una desesperación incontenible, una angustia tremenda de invalidez e incapacidad ante la fuerza de la naturaleza, frente al mudo y supremo poder megalítico de la montaña que con un simple guijarro me separaba del resto del mundo, quizás del resto de mi vida. Desfilaron ante mi en cinematográfica caleidoscópica nuestro laboratorio en Jujuy, mi casa en Buenos Aires, la figura de mi madre sentada ante la mesa de nuestra casa, mi novia morena y delgada, un gran amigo, el negro Juan Alberto entre papeles de trabajo, todo con una fidelidad fotográfica asombrosa, recordé en vertiginosa sucesión miles de detalles de mi vida: un traje nuevo, un frasco de agua de colonia penetrante, el aroma de cigarrillos rubios que me acababan de obsequiar, y así no se cuanto tiempo, hasta que me di cuenta que estaba invadido de un miedo horroroso, ciego e inerte de pánico.
Poco a poco me fui serenando y decidí entrar en acción antes de que pudiera desfallecer. [...] era imperioso que hiciera algo, adelantándome a cualquier esfuerzo de mis compañeros.
Fuera de la zapa-pico no llevaba encima más que un cuchillo de monte, una pequeña brújula Bazard y una linternita chata de bolsillo. Rehíce mentalmente el plano de la caverna que yo mismo había trazado antes y decidí explorar palmo a palmo la pared en busca de otra salida. Hice de vuelta sin haber encontrado más que la superficie mojada y viscosa del muro de piedra.
La exploración me había dejado cansado y me senté en el suelo; al apoyar una mano toqué unos pelotones con consistencia blancuzca y al iluminarlos vi que era estiércol de mulas. En ese momento me surgió súbitamente un pensamiento: ¿Qué se hizo de la entrada a la caverna, por la cual habían entrado arrias de mulas y llamas? ¿Cómo se había cegado el camino?
Con la mayor concentración que me lo permitía el desbaratado estado de ánimo traté de trasladar, sobre la pared de la caverna la zona que correspondía a la cornisa y tras varios tanteos, afortunadamente mi pequeña brújula era visible en la oscuridad, me orienté sobre una parte de la pared rocosa que en nada se diferenciaba del resto del cuerpo de la montaña. Pero repitiendo el examen, palmo a palmo, encontré una especie de saliente, un lomo vertical que empecé a atacar con la zapa-pico. Aparentemente todo era piedra y el pico rebotaba desprendiendo chispas, pero insistiendo en el ataque, la punta del pico calzó en algo blando; hice palanca y se desprendió un pedrusco de unos 0,30 de diámetro dejando un hueco barroso. Arremetí entonces con furia y fui labrando poco a poco un hueco en lo que parecía ser el tapón de la entrada, apretujada masa de pedruscos aglutinados por un limo arcilloso evidentemente material de aluvión.
Había avanzado unos 5-6 metros. En ese momento se me ocurrió reflexionar que yo luchaba contra una incógnita: ¿Qué espesor tenía la pared de derrubio que obturaba la grieta? Seguro que no menos de 10-15 metros, que era el grueso del cascarón de montaña en lo largo del túnel por el que habíamos entrado. Pero era posible que por fuera sobre la ladera se hubieran acumulado otros tantos metros de material de aluvión. Tendría objeto seguir cavando? No pude pensarlo, pues me sentí impulsado irrefrenablemente a seguir dando golpes de pico hasta agotar las posibilidades de avance. Así metro a metro, cada vez más lento, hasta que los brazos languidecían no queriendo obedecer más; tenía la boca seca al extremo por el esfuerzo y la tensión nerviosa. Me resultaba cada vez más penoso tenerme de pie sobre la masa de piedras que yo mismo iba arrancando y desmenuzando. Llegó un momento en que me fue imposible continuar; caí al suelo y quedé instantáneamente sin sentido. He pensado muchas veces que, si de esta manera hubiera muerto por agotamiento cuan leve y sin transición de sufrimiento hubiera sido!
Cuando desperté estaba envarado y tardé largo tiempo en recuperar la movilidad y las fuerzas. El ambiente sofocante del túnel que había cavado era insoportable; me volví a la caverna, busqué un hilo de agua que caía por la pared y traté de refrescarme con aquella humedad salobre.
En ese momento oí un lejano y sordo estruendo, extrañamente retumbante en la caverna. Una explosión! Significaba que mis compañeros estaban tratando de volar alguna parte de la pared de la caverna, pero donde? Volví al ataque en mi túnel en la espera de oír nuevamente alguna detonación que me orientara sobre la posición de mis amigos. Sin embargo ella no se repitió. Continué cavando furiosamente sin detenerme, con obstinación suicida tratando de dar golpes de pico cada vez más fuerte. Súbitamente asesté un golpe desesperado y se me vino encima un alud de piedras. Casi semisepultado, volví a perder el sentido a medias.
Me recobré aturdido, maltrecho y creí que alucinado por el golpe, pues veía en torno mío una leve claridad. Pero no me engañaba, a la vista de la luz siguió una voz conocida: “¡Puco! ¿Estáis allí?”. Era el grito de Tilincho. Me incorporé y me lancé hacia la claridad. [...] Quise contestar y sólo me salió un ronco gruñido, pero los golpes de la piqueta dieron a entender que yo estaba allí. Del otro lado contestó un vigoroso concierto metálico de herramientas e imprecaciones collas y media hora más tarde me lavaban la cara con una cantimplora a la luz del sol, mientras el Llullaillaco permanecía impávido ante la aventura de las hormigas humanas que se habían aventurado a su corazón.
Cuando en el camino de vuelta la figura del Llullaillaco se iba perdiendo oculta en la rojiza sombra crepuscular del macizo andino, su cumbre se me antojó más amenazante y fiera que cuando a él arribáramos, como si fuera la Upamarca, la prisión del alma de la montaña y quizás fuera así, porque esta vez, la presa se le había escapado”.
De esta apasionante historia en la que supuestamente participó el Doctor Salvador Mazza solo se conoce el relato de Jorg, hasta el momento, no apareció ningún documento que certifique o desmienta la participación de tan reconocido científico argentino cuyos movimientos y acciones eran seguido de cerca por la prensa.
Llullaillaco, volcán adorado de los Incas, tan evidente en su silueta como esquivo en sus misteriosas entrañas, se encarga de quitar el sueño a los osados hombres que no pueden resistirse a su encanto. Llullaillaco, hechicero de los sueños, permanecerás silente en tu morada hasta que decidas romper el misterio que ocultas.
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