Doscientos metros nada más, y ya salimos a la cima del casquete de hielo, exclama Gabriel Eduardo Brión, bien afirmado en la pronunciada pendiente, esto es espectacular, lo estamos logrando, afirma guardando en su bolsillo el altímetro consultado.
Clarín Revista acompaña a Brión y a Abel Edgardo de la Nava, otro experimentado montañista, en esta aventura de hacer cumbre sobre los 3.776 metros sobre el nivel del mar que registra el Lanín, el antiguo volcán sagrado de los mapuches.
Por la forma en que se presenta la ladera no falta mucho para superar el cono volcánico, agrega emocionado De la Nava, el último integrante de la cordada que ahora se acerca a Gabriel, si no me equivoco, estamos a 1.600 metros de desnivel sobre el campamento de anoche.
La Magnitud del escenario que se alcanza a divisares casi indescriptible: innumerables lagos y picachos rodean al coloso que emerge en medio de la boscosa cordillera patagónica. Lejos, abajo, sinuosas lenguas de nieve se apartan del volcán para desaparecer entre las negras coladas de basalto que en otras épocas fluyó desde la boca del volcán, en forma incandescente, hacia las depresiones actualmente ocupadas por los lagos.
La pequeña expedición trepa por la cara este del volcán, accesible pero peligrosa, que sube "en directísima" desde el bosque de araucarias. Allí, a 1.170 metros de altura sobre el nivel del mar, había quedado el primer campamento.
Desde ese lugar, distante solo a 10 kilómetros de la cumbre del Lanín a vuelo de pájaro, los dos andinistas y este enviado aceptaron la compañía de Néstor Walter Sucunza, uno de los experimentados guardaparques del Parque Nacional Lanín, conocedor de los difíciles senderos de la montaña.
Dentro de lo posible, eviten subir de frente a los desprendimientos de rocas había advertido Sucunza; como bien los define su nombre indígena, los peñascos de la muerte existen, y por su velocidad son prácticamente imposibles de observar, aunque felizmente dejan marcado un corredor sobre la nieve.
El guardaparque recuerda que los mapuches habían denominado al monte Lanlil, que en su lengua significa peñascos "lil"de la muerte "lan". De allí deriva el nombre que le pusieron los conquistadores: Lanín, prosiguió Sucunza; esos desprendimientos continuos, más la particular cosmovisión de los antiguos mapuches, para quienes los volcanes eran puertas abiertas hacia el mundo inferior, justifican el tremendo respeto que siempre Inspiró el Lanín.
Hablando de respeto, el guardaparque había adelantado un utilísimo consejo. ¡cuidado con la nubosidad de la cima! había dicho.
Recuerden que la menor concentración de nubes sobre ella anuncia tormenta en puerta. En caso de emergencia, busquen siempre algún hueco entre las rocas y aten las mochilas a las piquetas clavadas en el hielo.
Así aconsejados, y respetando siempre al coloso que trataban de vencer, los tres escaladores se habían separado del guardaparque ya fuera del bosque, frente a la quebrada del río Turbio que nace a partir del glaciar del mismo nombre.
Hace unos días pasó un montañista solitario, del Club Andino Junín de los Andes, había dicho Sucunza al despedirse; su hombre es Conrado Verberck. Tal vez se lo encuentren allí arriba.. . Pensaba subir por la ruta oeste del Lanín, que en su cartografía figura con una pared de hielo conocida como El Salto del Ángel.
Después de dejar a Sucunza, fueron necesarias once horas de trepada ininterrumpida hasta encontrar el lugar propicio para pernoctar: un alero de roca a casi 2.000 metros sobre el mar, en el que no es posible armar ni una carpa, permite preparar la calórica cena de harina de maíz con albóndigas al tuco y sopa de tomates deshidratados.
La noche sin luna es más oscura todavía por los densos nubarrones que terminan por tapar todas las estrellas apagando además el brillo de la ladera. Ante la amenaza de tormenta, no queda otro camino: meterse en las bolsas de dormir.
El día siguiente, con nevada desde el alba, obligó a permanecer toda la jornada (y una noche más) en el precario campamento.
En verdad, el descanso no vino mal.¡Qué será del montañista neuquino! se preguntaba Gabriel refiriéndose a Verberck. Quizá esté refugiado entre las peñas, como nosotros, pero del otro lado del monte.
La inactividad habría sido insoportable si, a la mañana siguiente, un sol radiante no hubiera destacado la belleza de la cordillera íntegramente nevada. Un buen desayuno de leche chocolatada con avena arrollada es el mejor combustible en este caso.
A las 8 en punto, tres andinistas se salen de la vaina atacando la ruta en directísima que parece hacerse más empinada a cada metro; Afortunadamente, ahora hay una única mochila que cargar: Abel, Gabriel y este enviado se turnan en el trabajo de llevarla. En ella van las imprescindibles raciones y el abrigo que no se lleva puesto; las antiparras ya están calzadas para proteger la vista de la nieve resplandeciente y, de paso, aislar los ojos de las heladas ráfagas. El cansancio derivado de la altura empieza a hacerse sentir: es que nos estamos acercando a los 3.000 metros sobre el nivel del mar.
Ya es preciso, además, colocarse la cuerda para evitar accidentes. Y la medida resultó tremendamente oportuna, ya que varias decenas de metros más arriba se desprende la plantilla de puntas de acero (Grampones) de uno de los botines de Gabriel: este enviado, con su piqueta bien afirmada en el hielo, detiene la caída mientras Abel, atento, da seguro a sus compañeros de cordada.
Afirmados nuevamente los grampones en los botines de Gabriel y otra vez en fila india a lo largo de la cuerda (Gabriel adelante, Abel a retaguardia y este enviado en el medio), los tres escaladores reinician la ascensión. Y son todavía, siete interminables horas de trepada hasta alcanzar el último descanso, a solo 200 metros debajo de la enorme bocha de hielo de la cima.
Tal vez por el aire enrarecido de la altura, tal vez por la emoción de la conquista, el corazón parece estallar. Nos miramos en silencio; cada uno trata de asimilar la mayor cantidad de oxígeno posible. Y, nuevamente de pie, el asalto final se inicia.
Cuesta, pero se avanza. Y es a Gabriel, la vanguardia del grupo, a quien le toca romper el silencio de estas soledades. El Lanín se acaba; estamos arriba… Llegamos ! grita con voz jadeante Lo vencimos... ¡hicimos cumbre!
Mientras se recoge la cuerda, Abel descubre huellas frescas en la cima. Y entonces todos nos acordamos de Verberck, el andinista neuquino. Siguiendo las huellas hasta la parte más elevada del casquete de hielo basta levantar unas planchas de escarcha para encontrar, dentro de una lata cerrada, el testimonio que buscábamos: "Gracias, Dios mío, por tanta belleza. Conrado Verberck, Club Andino Junín de los Andes. Evidentemente, el neuquino se nos había adelantado en algunas horas.
Ni las palabras, ni siquiera la fotografía alcanzan para registrar la inmensidad que se abarca desde la cúspide del Lanin. El horizonte, aquí arriba, tiene los 360 grados de la circunferencia terrestre. No se conoce otro volcán en el mundo que emerja así, solitario, en medio de una imponente cordillera, rodeado de bellísimos espejos de agua: a simple vista es posible reconocer los lagos Pirehueico, Panguipulli, Calafquen y Villarrica, situados en territorio chileno; además de los argentinos Tromen, Paimún, Lifilafquen, Epulafquen y Huechulafquen.
Un profundo tapiz arbóreo, cuyo verde más intenso parece concentrarse hacia las orillas del Huechulafquen, rodea al Lanín. Y desde arriba se adivina: allí abajo, donde el canto del biguá quebranta el silencio junto al estridente chillido del carpintero de copete colorado, entre corpulentos coihues, ñires y lengas, proliferan tupidos cañaverales de coligue y frondosos heléchos que conforman un impenetrable sotobosque.
Recostados sobre la pendiente oriental del casquete glaciar, al reparo del viento, resuenan en nuestros oídos las palabras de Jaime Antín, un poblador nativo de las costas del Huechulafquen.
Sobre el Lanín vive Pillán había dicho, un duende que arroja piedras sobre los que se atreven a subirlo.
Nosotros, sin embargo, habíamos llegado a la cima sin despertar las iras del Dios.
- Revista Clarín, Febrero de 1989.
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