Un tema siempre controversial y que nunca tendrá un fin, ni tampoco logrará conformar a todos, es el de las momias del Llullaillaco. Una de esas cuestiones que siempre resurgen es el tema de la devolución de los cuerpos a su lugar de origen o a sus “verdaderos dueños”. En las siguientes líneas abordaré estas complejas cuestiones, tratando de aportar información para la enriquecer la discusión.
Hace aproximadamente cinco siglos, entre mediados del siglo XV y las primeras décadas del XVI, los incas consumaron el sacrificio de dos niños y una joven, en una de las cumbres más altas de América, el volcán Llullaillaco (6.739 m).
En ese momento, la conformación geopolítica de gran parte del espacio andino estaba bajo el dominio y control de los Incas, quienes habían conformado el Tawantinsuyu, cuyo centro político y religioso era el Cusco. Desde allí salían los principales caminos que se dirigían a cada una de las cuatro unidades (tawa) geopolíticas menores o “suyus”, cuyas denominaciones eran Chinchaisuyu, Antisuyu, Contisuyu y Kollasuyu.
Mucho antes de la expansión Incaica, el espacio andino estaba ocupado por etnias, dirigidas por los Hatun Curaca (jefes o grandes señores) que gobernaban numerosos curacazgos de menor jerarquía y tamaño variable, llegando en algunos casos a formar macroetnias. El modelo sociopolítico del ámbito andino se presentaba como un mosaico de diversos caciques agrupados bajo la hegemonía de jefes mayores.
Uno de los rituales más importantes del calendario Inca fue la Capacocha o Capac Hucha, que puede traducirse como “obligación real”, y que se realizaba en el mes dedicado a la cosecha. La ceremonia abarcaba montañas, islas y otros adoratorios o huacas localizados en toda la extensión del Tawantinsuyu y servía para unir el espacio sagrado con el tiempo ancestral. Desde las cuatro direcciones del estado Inca, algunos poblados enviaban uno o más niños al Cusco, los que eran elegidos por su excepcional belleza y perfección física, por lo general, hijos de caciques
En el Cusco, las comitivas regionales junto a sus niños por ofrendar, se reunían en la plaza principal ante las imágenes de Viracocha (dios de la creación), el Sol, el Trueno y la Luna. Allí los sacerdotes efectuaban sacrificios de algunos animales y después, junto al a la máxima autoridad política y religiosa, el Inca, oficiaban matrimonios simbólicos entre las criaturas elegidas de ambos sexos, quienes debían dar dos vueltas a la plaza, alrededor del ushnu, una construcción que representaba el centro simbólico del mundo inca. Luego de esta celebración, los niños, sacerdotes y acompañantes regresaban a su lugar de origen –o donde el inca decidiera-, pudiendo la peregrinación durar semanas o meses según la distancia. Al llegar, eran recibidos y aclamados con gran regocijo.
Después de la ceremonia, el séquito iba al lugar donde se realizaría la ofrenda, entonando canciones rítmicas en honor al Inca. La criatura elegida era vestida con la mejor ropa, le daban de beber chicha (alcohol de maíz), y una vez dormida, era depositada en un pozo bajo la tierra, junto a un rico ajuar.
Las ofrendas humanas se realizaban sólo en las huacas o adoratorios más importantes del Tawantinsuyu, en ocasiones especiales, como la muerte de un Inca, quien emprendía su viaje hacia el tiempo de los antepasados. Las vidas ofrendadas eran retribuidas con salud y prosperidad y servían además para estrechar lazos entre el centro del estado y los lugares más alejados, como también entre los hombres y los dioses.
Durante la ceremonia de la Capacocha se realizaba el matrimonio ritual de los niños, con el fin de reforzar los lazos sociales en un territorio tan extenso y diverso. La hija del jefe de un poblado se “casaba” con el hijo de otro, de manera que ambas aldeas quedaban emparentadas y unidas a través de la intervención del Inca. Este matrimonio simulado era acompañado con objetos en miniatura fabricados en oro, plata y concha marina, con forma de animales y seres humanos, y pequeños juegos de vajillas, que acompañaban como ofrendas a los entierros. Las capacochas también se realizaban cuando se conquistaba un nuevo territorio, de esta manera, se generaban huacas o adoratorios en las nuevas tierras conquistadas, es decir se tomaba posesión ritual de esas tierras casi conjuntamente con la posesión política y económica.
Los “Niños del Llullaillaco” formaron parte de este contexto descripto, aunque no se sabe aún de qué comunidades del extenso Tawantinsuyu provinieron. Mucho menos se conoce acerca de los vínculos forjados a través de los casamientos rituales que se propiciaban, ni tampoco si en la ceremonia se ofrendaron los tres al mismo tiempo o en diferentes años a cada uno de ellos. Sí podemos hipotetizar, a través del estudio de los sistemas viales de la época, sobre el posible derrotero que siguieron una vez salidos del Cusco. Dicho recorrido abarcó una distancia de un poco más de mil quinientos kilómetros y, probablemente, hayan tomado el camino más directo en dirección Sur, que pasaba por Arequipa (Perú), cruzaba el altiplano boliviano e ingresaba al actual territorio chileno, atravesando las localidades de Pica, Catarpe, San Pedro de Atacama y Salar de Punta Negra, hasta el Tambo ubicado en la base del volcán Llullaillaco a 5.200 m, ya en el actual territorio Argentino.
Posiblemente, mientras se realizaban estas ceremonias y ofrendas, los Incas ya tenían noticias de lo que estaba aconteciendo en la zona del Caribe, tras la llegada de Colón en 1492. Finalmente, en 1532, Francisco Pizarro tomó prisionero al inca Atahualpa y la historia de Andinoamérica tomó otro rumbo. En el año 1543 se creó el Virreinato del Perú, en 1776 el Virreinato del Río de la Plata y en 1816 se proclamó la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, dando así origen al surgimiento de la República Argentina y demás países, tal como los conocemos hoy. Cada uno de estos cambios implicó territorialidades y formas de gobierno diferentes, maneras de vivir y sobrevivir, costumbres que surgieron o se fortalecieron y otras que se extinguieron. El tiempo fue haciendo su trabajo en su permanente ciclo de costrucción-destrucción, donde el poder de turno (en sentido amplio) no sólo tuvo la palabra, sino también la capacidad de decidir destinos y escribir la historia; esa “historia oficial” y sus componentes culturales con la que, a través de una serie de pautas y criterios establecidos y legitimados, se produjo la endoculturación de un pueblo.
Ahora bien, ¿qué tiene que ver todo esto con las momias del Llullaillaco? En realidad, mucho más de lo que uno imagina, ya que actualmente vivimos un momento en el que, después de muchos siglos, se generó un espacio para la reconstrucción de identidades étnicas. En Argentina, fue a partir de la reforma constitucional de 1994, cuando se reconoció la preexistencia de los pueblos originarios, hecho que dio lugar al inicio formal de los reclamos, tanto de identidad como de tierras. En este contexto y proceso de construcción de identidades (reetnización) o de reapropiación y resignificación de elementos culturales del pasado, las momias del Llullaillaco tuvieron, tienen y tendrán un rol importante. Descubiertas en 1999, a escasos años de la reforma constitucional y en un momento en el cual “ser indígena” todavía sonaba a “mala palabra” en el grueso de la sociedad, las momias fueron un disparador para que se efectuaran reclamos, propiciando, además, la acelerada organización de diversos grupos indígenas para posicionarse como tales. De hecho, en esa época, tanto en la Puna como en el Valle Calchaquí, casi nadie se identificaba como indígena.
Las momias del Llullaillaco, por su importancia y estado de conservación, por haber estado en el sitio arqueológico más alto que la humanidad haya construido y por muchas otras cosas que son de público conocimiento, están hoy en la mira mundial; son mediáticas. Esto las coloca en un lugar estratégico desde donde realizar reclamos, declamaciones y proclamaciones de todo tipo. Casi no importa qué se dice, pero el sólo hecho de nombrarlas genera un revuelo en toda la comunidad local, nacional e internacional.
Los “Niños del Llullaillaco” fueron declarados “Bienes Históricos Nacionales” y la cima del volcán “Lugar Histórico Nacional” en 1999, por la Comisión Nacional de Monumentos y Lugares Históricos. Poco a poco, toda la comunidad se fue apropiando sentimentalmente de los estos niños y, a través de su historia, empezó a darle más interés a temas relacionados con el pasado no contado por la historia oficial. De pronto, muchos vieron que los indios que habitaron nuestras tierras no eran ignorantes, como durante generaciones nos enseñaron en las escuelas. La inversión en un museo moderno, con toda la tecnología y el claro objetivo de brindarles la mejor conservación y protección a estos frágiles cuerpos y su ajuar, habla de un importante cambio a nivel político, donde, por lo general, todo lo relacionado con la cultura está al final de la agenda y carece del presupuesto necesario.
Hoy, las momias del Llullaillaco forman parte del patrimonio cultural local. Me refiero a ese patrimonio que fue consensuado por un cuerpo social, es decir, toda la comunidad, incluyendo los grupos indígenas. Unos se identifican por territorialidad, otros por afinidad cultural y muchos por una gran cantidad de cuestiones personales que los vinculan a esos niños o ese momento de la historia.
Pero a la hora de los reclamos concretos es cuando surgen los problemas. La comunidad de Tolar Grande los reclama porque es el poblado que más cerca están del volcán, aún a sabiendas de que dicho pueblo surgió recién con la construcción del ferrocarril en la primera mitad del siglo XX. Esto -claro esta- no es o no debería ser un impedimento para que el reclamo sea genuino, ya que se trata de habitantes de la Puna que se identifican como originarios de ese vasto espacio geográfico que, como pocos, posse una unidad cultural desde Jujuy a Catamarca.
En el año 2006, el consejero metropolitano de la comunidad quechua-aymara del norte de Chile, don Eliseo Huanca, realizó una acusación y denuncia al Canciller Alejandro Foxley por no haber salvaguardado el patrimonio indígena de los pueblos andinos, solicitando la devolución de los cuerpos extraídos del volcán Llullaillaco, argumentando que el mismo se encuentra en zona fronteriza. Si repasamos el derrotero seguido por esos niños desde el Cusco hasta el Llullaillaco, veremos que pasaron por muchas localidades, provincias, regiones y cuatro países. Y si revemos la ceremonia de la Capacocha, notaremos que los niños podrían provenir de cualquier parte de los Andes y no justamente de nuestro país o el vecino Chile.
Por lo antedicho, a veces resulta dificil comprender algunos reclamos de devolución. La primera pregunta que debemos hacernos es: ¿Devolver a quién?. Y la segunda: ¿A dónde?. Respecto a la primera cuestión, ya hicimos un breve repaso de las diferentes configuraciones geopolíticas a través del tiempo, las que nos llevan a concluir que no se puede devolver nada a algo que ya no existe tal como era, es decir, el Tawantinsuyu. Tampoco existen los incas como organización social y política. Investigaciones futuras podrán informar que estos niños provenían de cualquiera de los seis países andinos (Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia Chile y Argentina) ¿Habrá que devolverlos, entonces, al lugar donde indiquen las investigaciones?
En relación a algunas sugerencias de devolución a su lugar de origen, se entiende que éste corresponde al último lugar donde permanecieron por cinco siglos, o sea, la cima del volcán Llullaillaco, aunque los niños hayan sido de otros lugares. Pues bien: tal devolución significaría la pérdida total y absoluta del patrimonio. ¿Por qué? Sencillamente porque nada perduraría allá arriba, ya que se robarían hasta las piedras, pues no existe manera de controlar un lugar tan inhóspito como ése. La intención de devolver los cuerpos a la montaña es simplemente una locura, es rifar el patrimonio, dejarlo en manos de nadie, quitando a nuestra sociedad la posibilidad de aprender y seguir generando vínculos de identidad y afectivos con las futuras generaciones. Es menester puntualizar, sólo para poner al lector en contexto, que cuando se realizan restituciones de cuerpos, se debe hacer con todo lo que formaba parte del mismo, tal sería lo correcto.
Ya expresé los motivos por los cuales las momias del Llullaillaco juegan un rol de importancia en todo este interesante proceso identitario que estamos viviendo y, en ese contexto, no debería llamar la atención por qué no existen reclamos por los otros cuerpos que están -exhibidos o no- en otros museos. Sería fantástico que todos los museos tuvieran las condiciones de conservación que posee el Museo de Arqueología de Alta Montaña, los sistemas de control y seguridad, la tecnología y la preocupación por mantener las colecciones en excelente estado, como también el equipo técnico y profesional que lo integra. ésto, lamentablemente, genera una situación de desigualdad, en la que hay museos que cuentan con amplios recursos y otros que tienen muy poco, pero también hay otras situaciones de inequidad, con momias controladas y monitoreadas, cuyos descendientes están por todos lados, con numerosos reclamos y pedidos que son materia opinable de todos y con muchos que se preocupan por ellas -ocasionando un gran impacto mediático- y otras momias que carecen de todo eso.
El tema de la identidad y el patrimonio cultural es muy complejo; todos somos responsables en mayor o menor grado de este constante proceso de construcción de cultura y memoria colectiva. Nuestro pasado es la sumatoria de toda la historia, más allá de que tengamos cierta afinidad por algún episodio de la misma. Es un error tratar de encapsular momentos de la historia e intentar vivir en consecuencia, como también pretender que poblados rurales, alejados de la ciudad, no se modernicen, a riesgo de perder la cultura tradicional. La cultura es dinámica y cambiante y eso es inevitable. Lo que sí podemos hacer es aportar a favor de la memoria, del respeto por nuestras costumbres y tradiciones, las cuáles se ven asediadas por el modelo globalizador y homogeneizador que vivimos. Asimismo, bregar para que las leyes se reglamenten, se modernicen y se cumplan, logrando, de esa manera, incrementar y mejorar la protección del legado ancestral e histórico material e inmaterial.
En esta misma región tuvimos Cacicazgos, Tawantinsuyu, Virreinatos del Perú y del Río de la Plata, Provincias Unidas del Río de la Plata y Territorios Nacionales, hasta finalmente llegar a la República Argentina. ése es nuestro estado, nuestra patria: un país conformado por provincias y municipios, donde convivimos muchas personas y grupos con diferentes cosmovisiones. Las visiones y sentimientos encontrados respecto a las momias del Llullaillaco son sumamente positivos y alentadores, debido, fundamentalmente, a que el tema en discusión escapa a las frivolidades que nuestra sociedad acostumbra a poner en escena. Además, aporta a favor del conocimiento general de la historia regional y crea o refuerza lazos identitarios en muchas comunidades e individuos, entre otros tantos elementos que se disparan a raíz de esta temática.
La historia particular de tres niños que dieron su vida por un fin religioso, así como la historia universal de los pueblos que integraron esa unidad política llamada Tawantinsuyu es apasionante y emotiva, como lo es también contemplar sus plácidos rostros sumidos en un profundo sueño eterno, imaginando cómo fueron sus breves vidas personales, cuyo desenlace se llevó a cabo en una de las montañas más elevadas de la cordillera de los Andes, muy cerca de su dorada deidad.
Para concluir, quiero citar a Darío Barbosa, miembro de la comunidad Diaguita Calchaquí quien, en una reunión llevada a cabo en las oficinas de la Dirección General de Patrimonio Cultural de Salta, un año después del hallazgo arqueológico, dijo:
“Los niños del Llullaillaco vinieron a despertar la conciencia dormida de nuestros pueblos”.
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