El volcán Llullaillaco posee muchas cualidades que hacen de ésta una montaña especial y única, que vale la pena conocer y preservar para que las generaciones futuras puedan disfrutar y seguir investigando con renovadas ideas y tecnologías.
Las primeras ascensiones modernas, realizadas a principios de la década de 1950, dieron a conocer sus riquezas arqueológicas, durante esa misma década y parte de la siguiente, se realizaron exploraciones y excavaciones a cargo de europeos como el alemán Hans Rudel o el austriaco Mathias Rebitsch. Este último en una de sus tres campañas, realizó una excavación en el mismo lugar donde cuarenta años más tarde se extrajeran los cuerpos de los niños ofrendados por los incas en la cima, resultados que fueron publicados en un libro que marcó un hito importante en la arqueología de montaña, sirviendo de base documental e inspiración para todos los arqueólogos contemporáneos.
Hoy sumamos un nuevo aporte para el conocimiento integral de la montaña, por ello, en el presente artículo damos a conocer los avances de una reciente expedición científica al volcán Llullaillaco, donde realizamos un estudio sistemático de los caminos arqueológicos, desde la base (4.900 m) hasta la cima (6.739 m), habiendo ascendido por el mismo lugar que los incas transitaron con fines religiosos para entregar sus preciosas ofrendas a la madre tierra y al sol.
Los topónimos, o nombres propios de los accidentes geográficos, generalmente atesoran una rica información que no siempre es tenida en cuenta ni correctamente interpretada. Para aproximarse a una comprensión del significado de los topónimos es indispensable no solo saber sobre las lenguas originarias, sino también conocer y aprehender el espacio geográfico que lo contiene.
Las interpretaciones sobre el nombre Llullaillaco varían sensiblemente de acuerdo a los autores, en esta oportunidad solo mencionaremos dos de ellas, que a nuestro entender, consideramos como más posibles. Según el diccionario quechua de Gonzalez Holguin (1608), "Llulla" significa mentira, cosa engañosa, y aparente y vana o falsa. “Yaku” o “llaco” quiere decir agua. Es sabido que las montañas son grandes reservorios de agua; es allí donde se producen las precipitaciones en forma de nieve, y desde donde brotan las vertientes con el vital elemento. Prácticamente no existen montañas que no posean surgientes de agua durante todo el año, menos aún si se trata de cerros de grandes dimensiones, como es el caso del majestuoso Llullaillaco.
Cuanto más alta es una montaña más importante suele ser su vertiente. Ocurre que este volcán puneño, por sus características geológicas, carece de la vertiente que de él se espera. El agua está, pero se manifiesta de manera diferente.
Nuestras investigaciones en el volcán revelaron la existencia de lo que denominamos “cota de agua”, una faja ubicada sobre las laderas ENE, Este y ESE, entre los 5.400 m y 5.800 metros. Contabilizamos en esta área ocho pequeñas lagunas de escasa profundidad que ofrecen el cristalino y vital líquido, asimismo, sobre las laderas septentrionales de una gran colada de lava que se proyecta hacia el naciente, localizamos pequeños cauces provenientes del deshielo con abundante agua, pero de corto recorrido, debido a que el líquido se infiltra rápidamente en un terreno tan permeable. Desde el punto de vista material y ante la evidencia geográfica, esta interpretación del origen del nombre tiene bastante credibilidad, ya que sin duda se trata de una montaña que en cierta forma “engaña” o “miente” respecto al agua, no entregándola en forma de vertiente de base bien definida, sino de pequeñas lagunas de altura y cortos cauces. Cabe destacar que la disposición de los sitios arqueológicos está totalmente relacionada con la particularidad hidrogeológica de la montaña.
Otra posibilidad sobre el origen del nombre, por cierto más difícil de comprobar, la podemos tomar de la obra de Felipe Guamán Poma de Ayala, titulada "Nueva Crónica y Buen Gobierno", escrita a fines del siglo XV y descubierta en 1908. En la sección destinada a "Ritos y Ceremonias", Guamán Poma, habla de los "Hichezeros de Zueños", los cuales eran llamados LLULLALAICA UMU. Estos hechiceros de los sueños, brujos mentirosos, falsos o hechiceros del fuego (al decir de los españoles), realizaban sus actividades en los adoratorios o lugares sagrados, tales como apachetas, montañas, vertientes u otros lugares del espacio geográfico consagrados socialmente para tal fin. La investigadora salteña Cristina Bianchetti, en su libro "Cosmovisión sobrenatural de la locura" comenta al respecto que "El Llullallaica Umu basaba su inspiración en el fuego; y como sacerdote presidía las ceremonias dedicadas al sol, la luna y el lucero.[...]. ..trabajaba en las cuatro áreas del imperio y realizaba sus ofrendas a través del fuego, posibles luminarias encendidas en las montañas o en las pampas de la Janca,...".
Si el Llullallaica Umu presidía las ceremonias dedicadas al sol, realizaba sus ofrendas en las montañas y apachetas, y encendía luminarias en los cerros, se puede sugerir la posibilidad que el topónimo Llullaillaco aluda a esos personajes, aparentemente tan importantes para los rituales precolombinos. Un tema interesante que merece ser estudiado en profundidad.
En un período de tiempo relativamente breve, durante los siglos XV y principios del XVI, los Incas extendieron sus fronteras y dominación sociopolítica sobre los reinos y etnias del altiplano, la sierra, los valles y la costa pacífica, ampliando sus límites desde el Cusco a lo largo de la cordillera de los Andes, cubriendo una superficie aproximada de dos millones de kilómetros cuadrados.
Se estima que en el momento de máxima expansión había una población total aproximada de seis a doce millones de habitantes, todos bajo un estricto sistema de tributos y burocracia creados por los Incas, conformando uno de los estados más extensos y poblados de la América prehispánica y todo el hemisferio Sur.
El espacio geográfico ocupado por los Incas se desarrolló a lo largo de la cordillera de los Andes en el continente sudamericano, desde unos cientos de kilómetros al norte de la capital ecuatoriana (Quito) hasta el río Maipo en la cuenca de Santiago en Chile y el valle de Uspallata, al Norte de la provincia de Mendoza en Argentina, cubriendo una longitud aproximada de 6.000 kilómetros de Norte a Sur. En sentido Este - Oeste, se puede decir que su extensión coincidió con la cordillera andina, con algunos sitios ubicados próximos a la costa pacífica hacia el Oeste y al Este, sobre la faja ecológico cultural que forma el ecotono de las yungas y las florestas amazónicas que marcan el fin de la cordillera de los Andes.
Esa notable expansión, sin precedentes en el mundo andino, no puede ser comprendida si no se toma en cuenta aquellas arterias que, a modo de red, nutrieron y vertebraron un sistema de intercambio de productos e información que le otorgaron poder al floreciente estado. “Aunque se reutilizaron o reconstruyeron caminos anteriores, los caminos incas y, en especial, las innumerables edificaciones que se anexaron a estos —puntos de acopio y redistribución de los productos de los diferentes pisos ecológicos— fueron diseñados como un sistema vivo y orgánico, con alcance y funcionamiento en gran escala, y en proporciones jamás logradas hasta entonces”. (Espinosa, R. 2002)
Pero la conquista territorial llevada a cabo por el estado Inca no fue solo en un sentido “horizontal” sino también “vertical”, de hecho, dirigieron su mirada y esfuerzos hacia las enormes montañas de la cordillera.
Las culturas americanas preincas veían a las montañas como la materialización de sus deidades, por tal motivo y desde siempre le rindieron tributo, brindándoles ofrendas y plegarias. Cuando el estado Inca empezó a florecer y extender sus fronteras, se apropiaron de este culto y lo potenciaron; construyeron en las elevadas cimas pequeños edificios o recintos destinados a rituales religiosos, hoy conocidos bajo el nombre de “santuarios o adoratorios de altura”.
En estas construcciones los yatiris, shamanes o líderes religiosos locales o provenientes del Cusco, se encargaban de establecer el contacto con las divinidades y, de acuerdo a las circunstancias o necesidades sociales, realizaban sus ofrendas, muchas de ellas humanas. Hasta el momento se conocen más de veinte ofrendas humanas realizadas en las altas cumbres de Argentina, Perú y Chile y, en todo el territorio ocupado por los Incas, se registraron cerca de 200 montañas con restos arqueológicos. La provincia de Salta alberga en su geografía cerca de medio centenar de cerros que fueron objeto de culto, siendo el distrito con mayor cantidad de estos adoratorios en todo el ámbito andino. De todos los picos de la región, incluyendo el Norte de Chile, Sur de Bolivia y Noroeste de Argentina, el volcán Llullaillaco es el más alto y aparentemente el más importante, a juzgar por la energía invertida en la construcción de los numerosos edificios que van de la base a la cima, el camino y también las características de las ofrendas -provenientes del Cusco- allí depositadas hace cinco siglos.
Para los andinos toda la naturaleza fue considerada sagrada y los incas, en su proceso de dominación, tuvieron muy en cuenta esta particular concepción de la geografía e invirtieron mucha energía en ello. Resulta interesante pensar en el proceso de transformación de algo tan concreto como una montaña, en algo tan abstracto como una deidad. El espacio geográfico en cuanto objeto, desde el momento en que es cargado de significación, se erige en un espacio diferente, ha cambiado y posee un valor agregado que es entendido y compartido por la cultura que lo significó. La literatura andina tiene muchos ejemplos al respecto, tales como las vertientes, los lagos, las rocas, la tierra y muchos más elementos naturales que fueron transformados semióticamente. Las montañas poseen sobradas virtudes para que justifiquen su significación religiosa.
En los últimos años el estudio de los caminos se ha transformado en todo un tema para muchos investigadores de las Ciencias Sociales. En octubre de 2003 se realizó en la capital de Ecuador el Primer Congreso Iberoamericano de Caminería Andina, organizado por la Asociación Internacional de Caminería (AIC) con sede en España, quienes, desde hace más de diez años organizan congresos los Internacionales de Caminería Hispánica. En la actualidad, además de haber incorporado cátedras sobre el tema en diferentes universidades, gestionan ante la Real Academia Española la incorporación del concepto. La caminería reúne la investigación sobre los caminos y su entorno social y geográfico, tanto desde el punto de vista físico, que incluye la ingeniería y la arqueología, como histórico y literario, sin olvidar la ecología y las rutas turísticas.
Después del congreso realizado en Quito y tras la definitiva incorporación de Sudamérica en la problemática de la caminería, la AIC decidió incluir por primera vez en los congresos internacionales que organiza la temática “Caminos de Montaña”, ámbito donde será presentada una versión más completa del presente artículo.
En este marco de investigación, tanto los caminos incas en Sudamérica como las calzadas romanas en Europa, se constituyen en las niñas bonitas de los estudios arqueológicos. Ambos poseen notables similitudes y grandes diferencias, siendo la principal de ellas el hecho que los caminos andinos fueron pensados para el tránsito pedestre y de llamas, debiendo atravesar los quebrados contornos cordilleranos, salvando en pocos kilómetros grandes altitudes. En cambio, los caminos romanos, fueron construidos en función de carruajes y caballos, siendo el sustrato geológico mucho más aplanado y de menor altitud. A los investigadores europeos les resulta difícil imaginar que, en los Andes, existan caminos construidos a la misma o mayor altura que el emblemático Monte Blanco, cercano a los 5.000 m.s.n.m., de allí el interés por los estudios que aquí realizamos sobre los caminos incas.
Los Incas, a lo largo de los Andes, construyeron y potenciaron una densa red de senderos y caminos, jalonados por sitios específicos como tampus o tambos (alojamientos y depósitos), chaquihuasis (casas de los chasquis o mensajeros), puestos de observación, puestos administrativos de control de los centros de producción minera, agrícola, ganadera entre otros, a través de miles de kilómetros. Al sistema vial incaico lo podemos considerar –entre otras cosas- como una extensa red destinada a la obtención, administración, movilización y protección de mano de obra de los grupos incorporados, que sin duda constituyeron la mayor riqueza del estado.
Todo este sistema estuvo vinculado geopolíticamente con el Cusco, ciudad sagrada y lugar de residencia tanto del Inca como de las deidades, centro neurálgico de todo el sistema. Los caminos incaicos, con una extensión aproximada de 25.000 Km. conocidos hasta el presente, fueron la columna vertebral que sostuvieron este estado precolombino y como expresara el arqueólogo John Hyslop, estamos ante “la mayor evidencia arqueológica de la prehistoria americana”.
El Qhapaq ñan o Inca ñan (camino del Inca), no solo era la vía de comunicación que unía los diferentes pisos ecológicos de la vasta geografía del Tahuantinsuyu, también representaba simbólicamente al poder y la autoridad del Estado Inca en todo el territorio. De acuerdo con los cronistas, el camino estaba exclusivamente destinado a tareas estatales, y existía un riguroso control mediante puestos de peaje, de observación y de vigilancia distribuidos de manera equidistante y conectados visualmente entre sí, tal como pudimos comprobar en estudios realizados en la Quebrada del Toro.
Por sus características particulares y gran extensión, los caminos incas siempre fueron objeto de admiración y elogios. “Los cronistas escribieron que los chasquis, utilizando este sistema de postas, cubrían hasta 250km por día, entregando mensajes entre Quito y Cusco en una semana, menos de lo que le toma a una carta hoy en día, viajar entre una ciudad y la otra. Podían incluso llevar pescado fresco del mar a la mesa del Inca en el Cusco, en menos de dos días”. (Espinosa, R. 2002). El cronista Cieza de León en 1553 escribió, “...ni los caballos ni las mulas podían viajar más rápido”.
Estos caminos alcanzan su máxima expresión simbólica cuando conducen hacia los adoratorios de altura como el Llullaillaco. Hoy nos parece increíble que se hayan construido caminos que asciendan hasta 6.739 m, pero el peso de la realidad nuevamente nos hace admirar a estos hombres que hicieron de la montaña un objeto de culto, tan magnánimo como para que se justifique tremenda labor constructiva y la vida de sus seres queridos.
Nuestras investigaciones en el terreno indican la existencia de por lo menos dos caminos incaicos que llegan al volcán, uno proveniente de la Salina del Llullaillaco situada al Este del mismo; el otro, del NNE posiblemente provenga de las proximidades de Socompa, con mayor seguridad de Chile, uniéndose ambos en un Tambo ubicado a 5.200 m. Los agentes erosivos se encargaron de borrar o disimular el trazado de estas rutas que comunicaban con el Cusco, sin embargo, desde aproximadamente los 5.000 metros hasta la cima el mismo es visible en numerosos tramos.
El camino arqueológico que conduce a la cima se ubica sobre la ladera oriental y su construcción es simple, pero denota un profundo conocimiento del terreno, pues está trazado por los sectores más firmes de la montaña, adaptándose a las diferentes irregularidades por donde atraviesa. Justamente esta elección es la que jugó a favor de su duración, pese a los cinco siglos transcurridos y las rigurosas condiciones del terreno todavía hoy lo podemos observar.
Se trata de un camino de 1,50 a 2 metros de ancho, de tipo despejado, libre de piedras, nivelado en sectores, que asciende por la ladera serpenteando de manera suave, buscando siempre la menor pendiente y el terreno más firme. Entre los 5.000 m y los 5.800 m posee las características mencionadas. A partir de esta altura la pendiente se torna más abrupta y el camino se adapta a la nueva situación mediante un trazado en zigzag.
Un detalle que llama la atención y que ayudó a nuestras investigaciones es la existencia de maderos o troncos de casi un metro de longitud ubicados en cada curva o ángulo del zigzag, los que aparentemente estaban erguidos para indicar el derrotero en caso de nevadas. La presencia de maderas en los costados de los caminos fue común en los desiertos andinos, pero no se había registrado hasta el presente en las altas montañas. Cabe destacar que los lugares más cercanos para la obtención de madera leñosa se encuentra a más de cien kilómetros de distancia.
El camino posee estas características hasta el Portezuelo del Inca, donde se encuentran unas ruinas de gran porte situadas a 6.500 metros sobre el nivel del mar. Desde este lugar y hasta la cima el terreno tiene menor pendiente y el camino cobra mayor espectacularidad, debido principalmente a que posee muros de contención que sirvieron para nivelarlos sobre la ladera, pudiéndose apreciar también algunas hileras de rocas que lo demarcan perfectamente. En los últimos metros del volcán se aprecian claramente dos caminos, uno que se dirige hasta la plataforma donde fueron enterrados los niños incas ofrendados y otro que asciende hasta la cima propiamente dicha. El primero bien marcado con una hilera de rocas a cada lado; el segundo con muros de contención y un cerrado zigzag hasta la propia cúspide del Llullaillaco.
Sin duda estamos hablando de los caminos formalmente construidos más altos del planeta. Hace cinco siglos, por estas arterias, realizaron su última caminata unos niños que vinieron desde lejos para ser ofrendados cerca del cielo, próximos a su deidad principal, el sol.
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