Entre Febrero y Abril de 2009 tuvo lugar una esforzada cabalgata siguiendo algunos tramos de la famosa red caminera incaica aún existente en Argentina. Las jornadas tuvieron inicio en Jujuy, partiendo desde la aldea de Calahoyo limítrofe con Bolivia, para concluir 52 días después en San Juan.
En la presente nota se narran los dramáticos hechos acaecidos entre la aldea de Río Grande (Salta) y San Antonio del Cajón en Catamarca.
Concluido el almuerzo (en la aldea de río Grande, Salta), nos encaminamos hacia las torrentoso curso del río homónimo, con el fin de vadearlo aguas arriba del poblado y, desde allí, empalmar la senda que conduce a la altísima abra de 5 Cruces.
Después de atravesar la aldea, rumbeamos valle arriba orillando la correntada, en busca de un vado lo menos peligroso posible que nos permitiera pasar a la otra orilla. El río –en toda la zona con un lecho de gran pendiente- venía entonces muy crecido, levantando espumarajos; sus aguas leonadas chocaban con estruendo contra ocultos pedrejones, formaban remolinos y arrastraban rocallas con sordos ruidos subterráneos. De veras no nos gustaba aquello.
Después de recorrer la orilla occidental a lo largo de dos o tres kilómetros, al fin encontramos un vado más o menos aceptable, donde la corriente se explayaba por un corto tramo, sin mostrar rocas traicioneras a la vista. Abriéndonos brecha entre el alto y verdísimo pájarobobo, que impedía el acceso al agua, al fin conseguimos parar en el borde de una corta escarpa expuesta sobre las aguas embravecidas.
Guillermo, nuestro baqueano, iba montado en un mulo joven, fuerte, muy alto, que en San Juan había agregado a la tropilla con la idea de concluir su amansamiento en el transcurso de la expedición. Por consiguiente hizo punta sin ulteriores titubeos, llevando al Escorpión atado a la argolla de la cincha por cuanto, sólo, el caballo jamás se habría metido en semejantes torbellinos.
El caudal era allí ancho poco más de 20 metros, con una profundidad media de un metro. Es decir, fácil de cruzar en condiciones normales pero, como ya apunté, la pendiente era mucha y el agua bajaba enfurecida.
Deslizando las patas delanteras a lo largo de la corta escarpa, el mulo se metió sin titubeos al río: el agua le llegó de inmediato a los pellones desde el costado a monte y apenas al estribo sobre el flanco opuesto: tanto era el empuje de la corriente. Intuyendo el peligro, el Escorpión se echó atrás con la cuerda tensa, aterrorizado, pero ya era tarde, porque Guillermo avanzó cortando el río en sesgo, para ofrecer la menor resistencia posible y el caballo se vio forzado a saltar a lo más hondo, donde desapareció entre las turbulencias y el agua lo hubiese arrebatado de no ser por el largo cabestro unido a la cincha del mulo que lo retenía.
Sacó el animal la cabeza a flote con los ojos desorbitados y los ollares inmensamente dilatados en busca de aire, pero gracias a la baquía de nuestro hombre, consiguió ganar la otra orilla. Cuando subió a tierra firme, parecía un pingajo: chorreaba agua desde las orejas a la cola mientras su cabezota mostraba una expresión de alivio y asombro a la vez. Parecía como si él mismo no creyese en tal hazaña.
Regresó Guillermo donde nosotros, sin ulteriores problemas, para ayudarnos a cruzar las mulas de carga. El Escorpión, mientras, quedó solo en la orilla opuesta, temblando. Entre los tres agolpamos las cargueras a la entrada de la escarpa, pero éstas se negaban a meterse al río. Tuvimos pues que recurrir a métodos contundentes hasta convencerlas y con todo, si no era una era la otra, conseguían escabullirse. Carreras, gritos, pedradas… ¡Caramba con las mulas, cuando quieren sen tercas lo consiguen!
Al fin se animaron. Estorbándose con las cargas, se zambulleron en la corriente, que por momentos les hacía perder pie y las desplazaba unos metros río abajo hasta que conseguían afirmarse de nuevo. Hubo una que se dejó arrebatar por la furia de las aguas y transportar flotando unos 50 metros. Por suerte, gracias a los costales de lona impermeable que en ese trance vinieron a cumplir funciones de improvisados flotadores, pudo al fin hacer pie y sin ser arrollada, ganó la orilla opuesta.
El Pampero, que era un caballo alto, pasó sin novedad; en cuanto a mí, confié en mi mula, miré fijo hacia la otra orilla sin bajar la vista hacia los vórtices y espumarajos que me rodeaban -ello para no marearme- y subí indemne a la otra banda. ¡Aleluya!
Pasado el susto, vinieron luego los comentarios, las risas, hasta las pullas mutuas, dichas como una manera de descargar tensiones.
* * *
El viernes 13 de Marzo, con dos y media horas de trepada alcanzamos el abra de 5 Cruces (4.620 m. s.m.), con tiempo espléndido.
La gran apacheta o rústica plataforma que allí existe, es un cuadrángulo irregular levantado con piedras del tamaño de un puño, o mayores, color blanco unas pocas (¿cuarzo?) y material del lugar la mayoría. Mide 1,10 metros de altura máxima sobre el nivel del piso circundante; 8x12 pasos son sus lados, El eje mayor, visto desde una pirca ubicada a unos 200 metros desde la apacheta, sobre una ancha y suave dorsal del cerro Negro de Catte (es decir mirando desde el Sur), presenta un ángulo aprox. de 220 grados con respecto al Norte magnético.
Había ofrendas modernas en la parte superior y costados de la misma apacheta, como trozos de madera, acullicos, hojas de coca, huesos, botellas de vidrio, lanitas, etc., continuación ésta de la antigua costumbre indígena de ofrendar pequeños objetos al dios del paso. Sospecho que si se removiera todo el material existente, seguirían apareciendo más ofrendas, pero antiguas.
Cinco pequeñas columnas irregulares de gruesas piedras superpuestas, (altas poco más o menos 1 metro) recuerdan la muerte de otros tantos arrieros acaecida a principios del siglo XX, si debemos dar crédito a los informes verbales que me diera el “médico” curandero don Leocadio Guitián el 7 de Noviembre de 1999 en el Real de Tolombón, ubicado a 4.000 metros s.m., a las fuentes del valle de La Ovejería.
Desde el punto de vista arqueológico esta notable apacheta o plataforma, fue estudiada por la Dra. Constanza Ceruti en Febrero de 2002, quien ubica esa abra con el topónimo de “Abra Pishca Cruz”.
(Constanza Ceruti (2004) : INFORMES DE PROSPECCIÓN ARQUEOLÓGICA AL ABRA DE PISHCA CRUZ – “El Santuario Incaico del Nevado de Chusca” – pp. 255-270)
Aquí nos encontramos con tres nombres diferentes para un mismo sitio: “Abra de 5 Cruces”, “El Portezuelo” y “Abra de Pishca Cruz”. Los tres se refieren a un mismo accidente geográfico y no entraré en polémica para dilucidar cual de los tres corresponde al verdadero topónimo.
Promediaba la tarde cuando la senda de herradura nos condujo hasta las casas de la sugestiva aldea llamada Ovejería, cuyas habitaciones se desgranan a la vera de una extensa vega en declive, surcada en su centro por un arroyo de aguas límpidas. Aquello es un lugar encantador desde el punto de vista estético y, si a ello sumamos la abierta hospitalidad de sus pocos habitantes, tendremos una idea de lo cómodos que inmediatamente nos sentimos allá.
Su gente vive en casitas de adobes con cimientos de piedra, techos a dos aguas cubiertos con las duras gramíneas del altiplano, puertas, ventanujas y tirantería obtenidas de la liviana pero resistente madera de cardón pasacana, luz de candil y ninguna de las comodidades de la ciudad.
Cardón pasacana (trichocereus pasacana): estos cardones columnares alcanzan alturas de hasta diez metros. Son endémicos del altiplano, prosperando por encima de los 3.000 metros. Facilitan una madera de hasta dos pulgadas de espesor, cuya superficie se caracteriza por los alvéolos o celdillas que la rinden muy liviana. Desde el punto de vista arqueológico, los indígenas del altiplano usaron sus espinas como agujas para costuras, también para fabricar peines. Sus frutos son comestibles.
Cada casa consta en realidad de dos, tres o más habitaciones individuales, separadas entre sí por estrechos pasillos, cuya misión específica es cumplir funciones de cocina, depósito o dormitorio, según el caso.
Fue doña Gregoria Alancay, una matrona gorda y afable, quien nos abrió las puertas de las mismas dos habitaciones junto a la capilla donde yo había dormido en años anteriores. Ella era, y espero que lo siga siendo, todo un personaje en Ovejería. La conocí 25 años atrás cuando aún vivía su marido Condorí y ella era madre de un cardumen de niños. Sucedió que cierto día Condorí salió a campear llamas con mal tiempo, llevando un rifle al hombro, terciado de manera que el caño de acero apuntaba al cielo. Ese fue su error, porque el metal atrajo la descarga que lo mató. Lo recuerdo como un hombre hospitalario, conversador.
Gregoria cuando quedó sola tuvo que arremangarse para conseguir el sustento de su familia. No recuerdo si ya trabajaba como portera-cocinera de la escuelita local o si ese empleo lo consiguió más adelante. Sea como fuere, capeó la adversidad hasta labrarse un pasar aceptable.
Cuando nos hubo acomodado en las dos piezas de siempre, (una cocina y un depósito-dormitorio), nos obsequió un pan amasado por ella y un queso de cabra de elaboración casera.
Con las últimas luces del día nos visitó el hijo mayor de Gregoria, un joven de unos 30 años de edad llamado Segundo Alancay, padre de una “negrita” preciosa, vivaracha, que al instante se enamoró de nosotros y no nos perdía pisada.
Después de averiguar lo de siempre (de donde veníamos, hacia donde íbamos… etc.), Segundo tocó un tema para él muy importante que Domingo y yo consideramos algo así como una superstición local y que el mismo Guillermo desestimó.
“Vean –dijo Segundo- yo les aconsejo que saquen de aquí las mulas y las suban allá arriba –señaló el sitio con la mano- porque aquí hay tembladera y los animales que no son de la zona enseguida enferman y hasta mueren”.
Lo miré a la cara con expresión entre sorprendida y sarcástica; luego pregunté: “¿Qué entiendes decir con eso de la tembladera?”.
“Es un aire de esta zona que durante la noche afecta a los animales de otras regiones, hasta matarlos a veces”.
“¿Un aire?, si fuese un aire, un gas, nos afectaría también a nosotros, ¿no te parece? Además nuestras mulas sanjuaninas son fuertes…”.
“Yo les digo lo que sé –contestó amoscado Segundo- hagan como les parezca”. Y nos pareció racional dejarlas pasar la noche en la jugosa vega, con agua a mano y abundantes pasturas. Pero…
Durante la noche oímos varios animales deambular alrededor de las casas, tropezar a veces, quejarse, caer.
“Tal vez no sean los nuestros”, pensé momentáneamente despierto. Me di vuelta y seguí durmiendo.
Amanecía cuando un hijo menor de doña Gregoria, enviado por ella, nos anotició que todos nuestros animales tenían tembladera. A medio vestir salimos casi corriendo a comprobar los dichos del chico y ahí estaban las siete mulas y hasta el Escorpión, como borrachos. Trastabillaban, caían de rodillas, arrastraban el hocico sobre el humedal de la vega, se tumbaban de costado, gemían, presentaban el vientre hinchado y los ojos como extraviados. En presencia de semejante espectáculo, nos asustamos. El mismo Guillermo, criado entre caballos y tropas de mulas, jamás había visto ni oído nada semejante.
Era el desastre, el fin de la expedición.
La primera en desplomarse definitivamente fue la mula de Erico: rodó hasta el cauce del arroyo y ahí quedó patas arriba, con el vientre enorme, entre espasmos de dolor y quejas. Las otras continuaban deambulando, pero no estaban mejor.
Dejamos pasar algunas horas sin saber qué hacer. Cada vecino nos sugería un remedio diferente: Segundo dijo que una inyección de alcohol era recomendable; otro concordaba agregando que con inyecciones de calcio vitaminado sanarían; otro que los sahumerios “de vega” eran buenos en estas emergencias; todos en fin concordaban que debíamos evacuar los animales cuanto antes y subirlos a unas placetas altas, distantes casi una hora de marcha, donde “no había tembladera”.
De este último trabajo se encargó Guillermo durante todo el día, pero no resultó una tarea fácil a causa del calamitoso estado de algunas mulas. En apariencia solo el Pampero estaba casi sano.
Llegó el mediodía sin ulteriores novedades, pero también sin mejoría visible: de alguna manera debíamos conseguir las inyecciones de calcio, pero ¿dónde?, recién en la ciudad de Santa María, distante más de 150 kilómetros, podríamos encontrar un veterinario. Por último nos vino al encuentro un vecino, quien nos facilitó algunas de las mentadas inyecciones. ¡Todo un aporte allá!
Guillermo, ayudado por Segundo, aplicó de inmediato una a la mula de Erico. Luego entre ambos la “trataron” con varios sahumerios de vega, consistentes en la quema de yuyos del lugar puestos sobre guano seco de llama, a su vez encendidos en una chapa que Domingo arrimaba o alejaba de los ollares de la mula postrada. Lo hacía de manera empírica, según le dictaba el sentido común. Si bien notamos alguna mejoría, la mula no se levantó, ni sanaron las restantes.
A la hora del almuerzo, viéndonos ocupados con los animales, doña Gregoria nos envió por medio de un niño suyo muy bien educado, una ollita de locro, del que dimos enseguida buena cuenta, exteriorizando un entusiasmo “feroz” al decir de un amigo mío.
Estas fueron las palabras del niño: “Señores, dice mi mama que les envía este locrito y que disculpen lo pobre y lo mal atendidos…”. (¡Sic!)
No aguantando la emoción ante semejantes palabronas, dichas por un niño no más alto que un palmo, le revolví la negra melena diciendo: “¡Gracias hijo!, y dile a tu mamá que el locro está muy rico y que le agradecemos la atención”.
Quizás parezca exagerado mencionar con énfasis un hecho secundario tan poco llamativo como lo estoy haciendo. Lo que pretendo resaltar es la calidez humana de Gregoria y con ella la de todos los vecinos de la aldea. Para ellos el problema no era asunto nuestro, sino comunitario, de todos. El mismo Segundo trabajó dos días corridos al lado de Guillermo, desviviéndose por ser útil, asumiendo como propios los acontecimientos que nos concernían.
El domingo 15 de Marzo encontramos el macho viejo muerto en el centro mismo de la cancha de fútbol local. Evidentemente había bajado durante la noche quizás en busca de ayuda pero, como digo, no consiguió ver el nuevo amanecer.
Domingo y Guillermo subieron a primera hora donde los restantes animales, para aplicarles una inyección de calcio enriquecida con vitaminas (según aseguraba el prospecto), pero bajaron con el semblante sombrío porque encontraron a todas las mulas en malas condiciones y tumbado, al morir, el Escorpión.
* * *
Los acontecimientos narrados me obligaron a bajar hasta San Antonio junto con Domingo, donde llegamos a eso de las 18 horas, siguiendo el cauce del río del Cajón, cuyas aguas dan vida a ese poblado.
Unos kilómetros antes de alcanzar el mismo San Antonio, la senda abandona el río para rodear una loma cubierta de cardones y de monte y, por último, sigue derecho hasta la aldea.
Y bien, en el punto donde la senda se aparta del río, allí estaban Edda con Patricia esperándonos. Fue un momento muy emotivo: yo hacía más de un mes que no veía a mi mujer, Domingo poco menos la suya… Había que escuchar el cotorreo de ambas mujeres, todo lo querían saber, todo lo querían relatar al unísono… Así eran ellas, felices de vernos.
Más tarde adquirimos un capón de oveja a una hija del baqueano y antiguo amigo don Reino Condorí, (ella casada con un muchacho de la zona, madre entonces de 5 niños y un sexto por nacer), cuya casa estaba poco distante de nuestro campamento. El joven matrimonio acondicionó el cordero –de unos 20 kilos de peso limpio- trozado y puesto en una olla con vino blanco, sal y aderezos varios, que introdujeron en un horno a leña de dos bocas, sellándolas con sendas chapas y tapando con barro todas las fisuras.
Amenazaba lluvia. Entonces nos invitaron a pasar a la casa, donde transcurrimos horas comiendo lo que resultó ser un manjar y degustando vinos en cálida amistad.
Afuera llovía a cántaros.
¿Y las mulas enfermas?
“Ahora estamos aquí –me dije- ¡mañana será otro día!”.
Al día siguiente regresé a Ovejería junto con Mario Volpini y Reino Condorí, a quien habíamos alquilado dos animales de silla.
Allá nos encontramos con un panorama sombrío: el Escorpión –el caballo de Guillermo- había muerto; la rebeca con una mula más estaban al morir… Con lo cual, de ir todo bien, nos quedaban cinco animales y éstos convalecientes, por decirlo de algún modo. ¡Jamás había visto ni oído cosa igual!
Durante la gran travesía de la Patagonia en el verano de 2000-2001, dejamos 5 caballos en la estancia Pilcañeu, propiedad de los Benetton, pero por flacos, no por enfermos; dos mulares perdí en 1990 ahogados en un arroyo, cuando la expedición al Olivares Sur, aquí en San Juan; otros dos murieron a causa de un infarto en la zona del real de Tolombón a los pies de los nevados de Chusca, apenas a una jornada de Ovejería; años después un caballo reventó huyendo de un puma en los mismos nevados de Chusca… Otros pocos los abandonamos agotados, pero con el tiempo los recuperamos sanos y gordos.
En Ovejería perdimos tres mulares y un caballo al mismo tiempo, mientras que el Pampero y las otras cuatro mulas permanecían como borrachas, débiles en extremo. ¡No era para sentirnos alegres! Sin embargo el programa de la expedición no variaba: regresaríamos a San Antonio con los animales que pudieran mantenerse en pie y desde allí, despedidos los amigos, las mujeres y a Domingo, continuaríamos viaje Guillermo y yo, solos.
* * *
A primera hora del día 17 de Marzo murió la Rebeca, la mejor mula de carga que había tenido en años, la misma que en 2008 llevamos hasta el portezuelo de Guana en el límite internacional con Chile.
A su vez la mula de Erico no se podía parar: pensando en la posibilidad de que pudiese sobrevivir, la regalé a Segundo Alancay, el hijo mayor de Gregoria, con el fin tácito de que no la abandonase a su suerte.
En cuanto a los cinco animales restantes, tres estaban en un estado regular (el Pirincho con una vieja matadura en la cruz; el Pampero flaco, débil, también matado en la cruz, y la sillera de Antón, que venía renga de una mano desde la estancia Pukará. El panorama no era por tanto alentador. Sea como fuere, con Guillermo estábamos decididos a continuar hasta San Juan, como de hecho lo hicimos.
La presente nota ha sido extractada del libro “QHAPAQ ÑAN – viaje por el magnífico camino de los Incas” – Publicado por Barrick Exploraciones Argentina S.A. en Septiembre de 2014.
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