Integrantes: Guillermo Martín, Bernardo Guevara, Gustavo Loos, Enrique Piccardo y Osvaldo Pérez
Todavía puedo imaginar aquellos momentos, adentrándonos en esos pasadizos estrechos y en esos pozos oscuros. Todavía puedo ver esas formaciones de piedra, sin vida pero expectantes, con su particular misterio. Todavía puedo sentir ese olor característico, tan sutil, provocado por la combinación de distintos minerales. Todavía puedo sentir el sonido silencioso que nos evoca a la nada misma, a un extraño silencio sin tiempo, a una quietud imperturbable, la que nos resistíamos a experimentar.
En el año 1985, realizamos nuestro primer viaje de exploración a ese mundo subterráneo de la caverna de Las Brujas con nuestro recién formado grupo, Espelaion (tomado de la palabra griega Spelaion = caverna). Éramos cinco integrantes y los cinco participamos de aquella aventura. Los motivos que nos movilizaron, y nos siguen movilizando, pueden ser objeto de algún debate filosófico, o quizás cabría mejor algún análisis psicológico, que debería responder también sobre las razones que nos llevaron a introducirnos en ese particular mundo de piedra, oscuro y desconocido. En parte es internarse en las profundidades de uno mismo. Seguramente no hay una única respuesta, y seguramente por la cabeza de cada uno, por ese entonces veinteañeros, discurrían cuestiones distintas. Pero ese no es el tema para tratar acá.
Gracias a un artículo de la revista Aire & Sol, de septiembre de 1984, escrito por Jorge González y con fotos de la agrupación Karst; Guillermo Martín y yo supimos de la existencia de esta caverna del sur mendocino. Con esa sola lectura nos aventuramos en un primer viaje a la Las Brujas, sin experiencia, sin conocimientos, sin equipo, pero con muchas ganas. Estuvimos en la cueva solo una noche, pero nos sirvió como un primer reconocimiento de lo que iban a ser las sucesivas expediciones. Al regresar conseguimos alguna escasa información más, se trataba de otro artículo, de una revista de la década de los setenta, escrito por Norberto Ovando, de la Sociedad Argentina de Espeleología, geólogo al que fuimos a visitar pero no pudo darnos mucha información más.
Nuestros datos se resumían a que sería una cueva de unos 520 metros de recorrido, y que existiría una galería principal. A esa búsqueda nos dedicamos en las dos expediciones siguientes, en 1986, esta vez solo Gustavo Loos y yo. Nunca tuvimos claro cual era esa galería principal de la que nos habían hablado, pero dimos con galerías largas, con muchos pasajes estrechos y ocultos, con la denominada “Estalagmita Gigante” y con lugares muy bellos como la “Salita del Capitel”. Lo que tuvimos en claro fue que Las Brujas tenía mucho más de 520 metros de recorrido. En Malargüe, la ciudad más cercana, pudimos conseguir copias de una carta topográfica de la caverna, un mapa, realizado por otro grupo espeleológico, el GEA (Grupo Espeleológico Argentino).
Al regresar logré entusiasmar con mi relato a mi primo Osvaldo Pérez, y juntos analizamos profundamente ese mapa, lo copiamos por partes, señalamos las zonas recorridas y las que nosotros desconocíamos pero estaban perfectamente topografiadas. Lo que más nos interesaba eran las incógnitas señaladas en el mismo, y teníamos que desentrañarlas, era algo urgente. Cuatro meses después partíamos los dos en una nueva expedición a Las Brujas, a comienzos de 1987.
Los descubrimientos de esa expedición superaron nuestras expectativas, logramos explorar puntos dudosos señalados en el mapa, pero sumamos otros tantos nuevos. Trajimos más interrogantes de los que llevamos, la caverna nos estaba volviendo locos.
Con esas exploraciones previas nos encaminamos en esta nueva expedición, la quinta, Guillermo, Gustavo, Osvaldo, Enrique “Kike” Piccardo y yo.
Llegamos al pie del cerro donde se abre la caverna, a la denominada Cañada de Leiva, con un Fiat 125, pero por falta de espacio no voy a contar las peripecias de ese viaje que nos llevó dos días desde Buenos Aires. Llegamos de noche, el valle estaba muy silencioso y cubierto por un blanco tenue de luz de luna, sabíamos donde estaba la caverna y lo primero que hicimos fue acarrear todo el equipo hasta la misma por los cien metros de ladera del cerro. Las rejas, viejas y maltrechas, estaban abiertas, acampamos adentro, en la “Sala de la Entrada”. Comimos algo, pero el agotamiento nos llevó directamente a dormir, bastante apretujados ya que la carpa era para cuatro personas. Serían las tres de la mañana de un día de abril de 1987 y ya empezábamos a perder la noción del tiempo.
Despertamos al mediodía del lunes 13. Después del almuerzo Gustavo se dedicó a preparar las luces para iniciar una primera exploración a las entrañas de la caverna. Irían tres y los otros dos se quedarían afuera esperando, la idea era hacer exploraciones por turnos para aprovechar el tiempo al máximo. Kike se ofreció para ir voluntariamente hasta el poblado de Bardas Blancas, a unos diez kilómetros de allí, a comprar algunas provisiones, partió a las cuatro de la tarde.
No podíamos esperar más, había llegado el gran momento de la exploración. Nadie se quiso quedar, así que nos preparamos los cuatro para iniciar esa primera entrada dirigida a la Sala Echart, donde teníamos siete interrogantes, siete lugares para investigar.
Nos sujetamos las baterías de cuatro volts a la cintura, para alimentar a la luz de las linternas-vincha. Llevábamos de repuesto una carga de pilas alcalinas y una linterna de bolsillo cada uno. Los guantes, indispensables, si no queríamos terminar con los dedos lastimados por los filos de los cristales de las paredes. Las rodilleras, que figuran entre las cosas más necesarias porque gran parte de la exploración tenía que hacerse “gateando”. Las coderas, que solo usaron Gustavo y Guillermo. Una cuerda de cinco metros y otra de treinta. Una cámara de fotos, una tableta de chocolate para el camino, una brújula, lápiz y papel y un hilo de diez metros para tomar mediciones. Ese era todo el equipo. Yo hice un plano de la zona que íbamos a recorrer y marqué las siete incógnitas y la hora de salida. Lo dejé justo en la entrada de la caverna para que lo viera Kike cuando volviera, y en caso de que nosotros no regresáramos a las diez horas, que era el plazo máximo de exploración, nos tendría que ir a buscar. Casi sin saberlo se había transformado en nuestro rescatista.
Partimos los cuatro a las 21,15 horas de ese lunes, pero estando allí, ¿qué importaba que día fuera? Hasta las horas no importaban, porque perdíamos la noción del día al internarnos en ese mundo sin sol, sin amaneceres ni atardeceres, sin viento y sin lluvia, con una temperatura uniforme durante todo el año, de alrededor de diez grados. Solo el reloj nos recordaba el transcurrir del tiempo.
Al llegar al fondo del Gran Salón continuamos por la izquierda, por una gran diaclasa. Las diaclasas son rajaduras en sentido vertical de los estratos rocosos, son relativamente estrechas pero muy altas. Nosotros teníamos que subir. Miramos hacia arriba y vimos una grieta con paredes totalmente verticales y más o menos lisas, lo cual nos haría difícil un ascenso. Buscamos otra subida, y la encontramos al avanzar unos metros más, después de un paso estrecho, justo encima de un bloque de piedra que parcialmente tapaba un pozo que exploraríamos después.
Una vez en lo alto continuamos por una serie de galerías hasta dar con la entrada, estrecha y aislada, de la denominada Galería del Tigre, que presenta unas franjas negras en sus claras paredes. Las denominaciones, los nombres de los lugares y galerías de la caverna, casi siempre se relacionan con alguna figura pétrea, con alguna característica del paisaje cavernícola, que se asemeja a otra cosa. Los encargados de nombrar, como una forma de apropiarse de lo desconocido, de incorporarlo a nuestras categorías mentales y de reconocerlo, somos los propios espeleólogos. Gente de otras agrupaciones han bautizado a los lugares en honor de sus integrantes. Algunos sectores tienen más de un nombre, y esto puede llevar a la confusión. Cuando leo los recorridos turísticos actuales y si me guiara solo por las denominaciones y ocurrencias nuevas, no sabría por donde están paseando a la gente. Nosotros intentamos respetar las denominaciones anteriores, en caso de conocerlas, y más de una vez hemos dado rienda suelta a nuestra imaginación para bautizar ciertas formas y pasajes subterráneos.
La caverna presenta una serie de galerías que se abren en sentido norte-sur, pero a distintos niveles de profundidad, y hasta este viaje no teníamos muy en claro las conexiones entre ellas, cosa que investigaríamos después llevándonos varias sorpresas. Pero en ese momento estábamos frente a una galería que apunta en dirección oeste, alejándose de las demás. Ya la conocíamos desde la expedición anterior, la habíamos visto marcada en el mapa. En aquella primera ocasión, y a pesar de estar frente a ella, tuvimos que recurrir a la brújula para asegurarnos que teníamos que seguir por allí, ya que la entrada apenas era reconocible debido a su estrechez.
Osvaldo tomó la delantera y se aventuró por ese paso estrecho de paredes lisas y sin piso, que a los dos o tres metros, y un metro más para abajo, se ensancha. Gustavo y Guillermo pasaron después y yo en último lugar. Ahora había que arrastrarse por el costado de una piedra y luego caminar libremente por la bella galería del Tigre. Tendrá unos veinte metros de largo o más. Más adelante hay otra estrechez que en el verano, en el suelo, presentaba un charco de agua y ahora estaba completamente seco. Tres o cuatro metros más adelante se llega al borde de una gran bajada.
Alguien nos había dicho que en la caverna había un gran pozo, de unos ciento cincuenta metros verticales, y que al llegar abajo conectaba con otra caverna, llamada Echart, pero teníamos serias dudas sobre la veracidad de ese relato. ¿Era un rumor pueblerino? Los rumores tienen la característica de que son relatos breves, sin un origen conocido, que van circulando de boca en boca, son el clásico “dicen que”, y que en ese circular se van transformando, se borran detalles pero se agregan otros, se distorsionan, se exageran, pero algo de veracidad pueden dejar.
Tres meses antes Osvaldo y yo estuvimos al borde de ese pozo, y teníamos esas dudas, y bajamos. Algo de veracidad tenía ese rumor.
No eran ciento cincuenta metros. No era correcto hablar de otra caverna, todo es parte de la misma, es más aproximado hablar de una sala y varias galerías. Echart era el nombre que le habían dado a la sala en honor a un espeleólogo que la había explorado, con este nombre la conocimos nosotros.
Volvíamos a estar de vuelta frente a ese abismo, y el obstáculo era importante, pero uno más de todos los que nos tenía preparados la caverna. Aseguramos la cuerda de treinta metros en una columna de piedra y la lanzamos hacia abajo, donde se perdió en la negrura. Seguidamente Osvaldo emprendió el descenso llevando la punta del hilito para medir.
Recuerdo que al bajar no tenía muchos puntos de apoyo, las paredes son lisas y el pozo es una grieta estrecha que no me dejaba ver mucho para abajo. Me ayudaba sujetándome a la cuerda y haciendo presión sobre las paredes. Después de diecisiete metros llegué a un descanso, donde la bajada cambia de dirección por unos metros más. Por último, después de dar dos vueltas a la cuerda en una saliente, me quedaban los últimos cinco metros, totalmente verticales, hasta el suelo de la Sala Echart. Sin mayores dificultades descendimos los cuatro.
En realidad este era el punto de partida para continuar con la exploración de las diversas galerías. En la expedición anterior solo habíamos echado un vistazo nada más, ahora teníamos como objetivo desentrañar todas esas incógnitas que nos habían surgido de la exploración.
Un gran entusiasmo nos movilizaba, las ansias por llegar al anhelado final de cada galería, pero paradójicamente sucedía que al alcanzarlo dos sensaciones nos invadían, dos sensaciones contradictorias. Por un lado la satisfacción de haber alcanzado un objetivo, de haber llegado al final de una exploración, sentir que lo habíamos logrado. Pero, por otra parte, nos invadía la sensación de que el final era algo más. Era el final de aquello que nos mantenía expectantes, exaltados, despiertos. Lo que nos movilizaba era la búsqueda en si misma. Siempre nuestra imaginación se nos adelantaba a lo que descubríamos, y el alcanzar el final significaba en alguna medida dejar de imaginar.
Primero exploramos dos galerías cortas para luego continuar por la denominada por nosotros “galería de las Estalactitas Rotas”, por los destrozos que encontraríamos más adelante. A continuación exploramos un pozo. Bajó Gustavo por ese amplio y retorcido agujero, y a unos siete u ocho metros finalizaba en un rincón que presentaba estalactitas y estalagmitas retorcidas y que adoptaban ángulos extraños que desafiaban las leyes de la gravedad. ¿Cómo se habían formado? ¿Es posible que las estalactitas goteen hacia un costado? ¿Qué estaba pasando? Osvaldo y Guillermo también bajaron a observar esa rareza. En realidad esto es un fenómeno que tiene que ver con las formas que adoptan las rocas a partir de sus estructuras cristalinas. Obviamente, el goteo de las estalactitas siempre es hacia el suelo, por gravedad.
Avanzamos hacia el sudeste por una galería que presentaba una columna de un centímetro de ancho que iba del suelo al techo.
Unos quince metros más y se llega a una salita, que por presentar una formación rocosa extraña recibió el nombre de Sala de la Momia. Hacia el norte parten dos galerías paralelas. Sabiendo que se unen a los diez o más metros de recorrido, nos aventuramos dos por cada una. El suelo de color miel presentaba pequeños agujeros en la capa delgada de piedra. Pequeñas y frágiles estalactitas colgaban del techo.
Nos encontramos en la unión de las dos galerías. Dos metros más adelante hay que subir un bloque de piedra de unos dos o tres metros. Luego se continúa por una amplia galería con piedras caídas hasta una llegar a una bajada vertical de unos tres metros. En este lugar tuvimos que bajar usando la técnica de apoyarnos en ambas paredes. Una vez abajo continuamos por unas decenas de metros más hasta llegar a un laminador.
Un laminador es un pasaje ancho pero de techo muy bajo, al igual que las diaclasas siguen las fracturas de la montaña, pero en sentido horizontal. Del otro lado salimos en medio de una inmensa galería que se continuaba hacia el norte y hacia el sur. Las paredes estaban repletas de “pinitos” cristalinos. El techo quedaba unos diez metros arriba y el ancho sería de unos tres o cuatro metros.
Seguimos hacia el norte. Al avanzar unos cuatro o cinco metros nos encontramos con una nueva bifurcación. ¿Cuántas galerías nos quedaban por explorar?
Derecho una subida impresionante y, a la derecha y hacia abajo un pozo, que para bajarlo había que usar una cuerda.
Estábamos cansados y apagamos las luces para descansar un rato y de paso comer el chocolate que llevábamos. Un silencio negro nos invadía, solo alterado por el inconfundible y claro sonido de alguna gota que se desprendía del borde de una estalactita y caía, depositando minerales en el suelo, y formando su forma complementaria, una estalagmita, tratando de crecer de arriba hacia abajo una y en sentido contrario la otra, para luego unirse en una columna de piedra, ese acercamiento tan solo lleva unos cuantos miles de años.
Regresamos por el mismo camino andado. Descendimos por la galería hasta la sala Echart pero en su sector inferior, donde dimos un rápido vistazo a las salas que bajaban, anticipándonos a lo hermoso que iba a ser el explorarlas. En la primera sala veíamos una extraña formación rocosa color ámbar, de dimensiones gigantescas. Más allá nos aguardaba el lugar más maravilloso de la caverna, una selva de estalactitas y columnas: la Sala de la Madre. Pero este espectáculo quedaría para otro día. Regresamos hasta Echart Superior, donde habíamos dejado colgada la cuerda. Ahora teníamos los veintisiete metros en subida.
Al llegar a la entrada Kike estaba durmiendo en la carpa, sin intenciones de ir a buscar a nadie, lo despertamos para cenar algo. Había llegado a las doce de la noche después de haber recorrido esos caminos a la luz de la luna para volver del pueblo.
14 de abril. Las baterías estaban semi-descargadas pero igual las preparamos para la segunda exploración. Teníamos que superar la marca de la noche anterior en Echart. Gustavo y Guillermo dijeron que en esta incursión se quedaban. Así que nos alistamos Osvaldo, Kike, y yo, para ir de nuevo a las entrañas de la caverna. Nos pusimos las luces y las rodilleras, con la cámara de fotos y la cuerda de cinco metros nos internamos por segunda vez en la cueva.
Partimos a las 19 horas. Era la primera exploración que hacía Kike en Las Brujas y le costó bastante entrar a la galería del Tigre debido a su marcada pancita.
Llegamos a la gran galería y avanzamos hacia el norte hasta ese lugar donde habíamos comido el chocolate la noche anterior. Desde allí en adelante era terreno desconocido para nosotros.
A la derecha un pozo, se tenía que usar la cuerda, la cual até en una roca, y Osvaldo bajó solo, para ver a donde conducía. Encontró el suelo a unos cuatro o cinco metros y el final a más de diez metros.
Dibujamos el plano del lugar, y mientras yo desataba la cuerda para dejarla allí hasta el regreso Osvaldo y Kike se adelantaron y subieron por la galería, derecho, en una subida impresionante. Yo me coloqué los guantes y fui tras ellos. Se subía por unos diez metros y luego la galería se curvaba hacia el este, donde había dos agujeros; por el primero se metió Osvaldo, y salió por el segundo diciéndonos que continuaba. Siguiendo derecho la galería se estrecha y hay que pasar por el costado de unas estalactitas. Pasó Kike y a uno seis metros encontró el final de la misma en un pequeño agujero donde había agua, la cual bebió. Al acercar el oído se escuchaba el ruido de alguna corriente subterránea. Yo también me acerqué a escuchar el fenómeno, aunque no bebí el agua “mágica” que según decía Kike tenía poderes especiales.
Ahora nos metimos por donde había pasado Osvaldo, y después de unos diez metros la galería se transforma en una subida en dirección norte con hermosas concreciones rocosas. Por momentos teníamos que andar arrodillados. No sé por cuanto tiempo ni por cuantos metros avanzamos. La galería ahora tenía paredes de “pinitos”, y luego de una subida donde hay una estalagmita sola, de la cual nos agarrábamos para poder trepar mejor, desembocamos en una sala pequeña, que yo denominé Sala de Arcilla, por las paredes arcillosas que nos dejaban las manos embarradas. El lugar mostraba un aspecto macabro y teníamos la sensación de que se iba a derrumbar en cualquier momento. Yo le encontré un parecido a una zona de la galería del Capitel. Divisamos un agujero en la pared, al cual se accedía por tres metros arcillosos y resbaladizos. Kike se arriesgó y trepó hasta el borde del abismo, porque ese agujero daba a un pozo de unos cuatro metros de profundidad y no se veía bien si se continuaba abajo. Kike sujetaba con las manos la cincha y así trepamos Osvaldo y yo. Bajar este pozo de arcilla se veía un tanto difícil, y ya llevábamos tres horas de exploración, lo dejamos para la próxima.
Bajamos de esa pared arcillosa y Osvaldo echó una mirada a la galería que continuaba siempre hacia el norte. Avanzó unos diez metros más, donde dejó un cartel de nuestro grupo Espelaion. Era una práctica común que las agrupaciones espeleológicas dejasen esas especies de marcas territoriales al final de las galerías, que más que para alimentar el ego grupal sirven más para alimentar a la basura que queda en las cavernas. Autocrítica y aprendizaje.
Apagamos las luces mientras comíamos el chocolate, luego emprendimos el regreso de esa maraña de galerías que parecía que no terminaban nunca.
Al volver a pasar por la parte de la bajada de la estalagmita, me pareció que ese lugar era demasiado parecido a una bajada de la galería del Capitel. No podía ser que hubiera en la cueva dos lugares tan parecidos y con una estalagmita en la misma posición. Entonces exclamé:
-¡Estamos en la galería del Capitel! ¡Y la Sala de Arcilla es de donde sale la Chimenea de Arcilla, que era la que tuve arriba mío cuando estaba sentado!
A Osvaldo no le convenció la idea y se negaba a aceptarla.
Yo me preguntaba que si realmente estábamos en la galería del Capitel entonces ¿dónde estaba la pequeña y hermosa salita del Capitel? Le dije a Osvaldo, que iba más adelante, que en vez de volver por donde habíamos subido, siguiera derecho, que tenía que haber algún agujero, lo encontró y se puso a exclamar en un tono eufórico:
-¡La salita del Capitel! ¿Cómo puede ser? ¡Es la galería del Capitel!
Habíamos encontrado la unión entre Echart y las demás galerías a través de la galería de Cristal, que era de donde proveníamos, pero aún no teníamos las cosas bien claras. ¿Dónde se unían?
Sin darnos cuenta habíamos subido por las paredes de esa imponente diaclasa llamada Galería de Cristal, con sus paredes tapizadas de rocas con pequeñas salientes repletas de cristales. Salientes frágiles, que se podían desprender con facilidad, donde nuestras pisadas resonaban a vidrios rotos. Recuerdo que en la expedición anterior esta galería casi nos hace entrar en pánico, no pudimos superar la mitad de la misma, caminábamos con un pie en cada pared y un estrecho abismo filoso en el medio, a mi se me desprendió uno de los apoyos y casi voy para abajo. Por suerte lo estoy contando. En aquella ocasión, al volver, en una parte no encontrábamos la salida, el croquis que llevábamos encima no estaba claro, yo comencé a trepar por las rajaduras casi hasta el techo, mientras Osvaldo me decía “¡Pará loco, tranquilizáte!” Al final salimos.
Pasamos por la salita del Capitel esquivando frágiles estalactitas. Recorrimos el túnel que conduce a la chimenea "obstáculo", cerca de la Estalagmita Gigante, por unos cien o más metros.
Ahora aparecía esa bajada impresionante ante nuestros ojos. Pero no hubo problemas en bajarla. Unos diez metros más llegamos a la Estalagmita Gigante, donde le señalamos a Kike, que no había estado nunca allí, la galería del Pesebre y el Mar de Coral.
Atravesamos esa sala, también denominada Jardín de la Gruta. Pasamos el Pozo de la Duda sin ningún problema. Kike rebelándose a nuestra técnica, lo cruzó apoyando las manos y la espalda en una pared y las piernas en otra, un poco más y llegamos al Gran Salón.
Comenzamos a gritar llamando a Gustavo y a Guillermo. Al rato aparecieron y nos preguntaron cómo nos había ido.
-¡Bien, venimos de Echart! - contestamos.
-¡Ah,...de Echart...! ¿Qué? ¿De Echart? ¿Y salieron por la Estalagmita Gigante? - exclamó Gustavo.
Pero era el momento de descansar, en los días siguientes seguiríamos con esa emocionante exploración, descubriendo una sala nunca antes pisada y quizás el lugar más profundo de la caverna. La bautizaríamos “Sala del Cráter”.
Al escribir este relato, y teniendo en cuenta a los lectores, el transcurrir del tiempo me obliga a hacerlo como si lo contara por primera vez, y teniendome en cuenta, este relato de viejas exploraciones cavernícolas me obliga a pensarlo como un nuevo viaje, un nuevo recorrido, una nueva exploración, pero en este caso sería a lo más recóndito de mi memoria, desde donde extraería el material para elaborar una nueva historia. Porque claro, los recuerdos son viejos, son vestigios de algo sucedido en el pasado, pero que a la vez son retazos, fragmentos de experiencias vividas, recuerdos a los que se les va dando nuevas formas. Mientras el olvido borra o distorsiona, la imaginación crea, y casi sin darme cuenta es este presente, cada presente, el que va dando nuevas formas y sentidos a lo viejo. Las antiguas experiencias son creadas en cada nuevo relato, pero no como un retorno al pasado, porque eso ha dejado de existir, sino como impresiones, huellas, que el pasado fue dejando en la memoria, entonces lo viejo pasa a ser nuevo otra vez, vuelve a vivir.
Pero como esta es una revista de montañismo debo dejar de dar rodeos mentales e ir más directamente al grano, porque de lo que se trata es de nuestros viajes de exploración a una caverna del sur mendocino, la caverna denominada Las Brujas, nombre un tanto extraño para la zona pero con gran poder de desatar la imaginación y atraer al público. Es un nombre que capta la atención y se lo relaciona con viejos rumores, con el “se dice que…”, con versiones sobre oscuros aquelarres e indias solitarias que practicaban extraños ritos en la cueva. En fuentes escritas del periodo colonial no encontré nada al respecto, tampoco de su nombre, ni siquiera de la existencia de la cueva misma. Pero avanzado el siglo XX ya era un lugar conocido, aparece mencionado en los trabajos del naturalista Carlos Rusconi de la década del ’60 (Poblaciones pre y posthispánicas de Mendoza: Antropología. Vol. 2. Editor Argentina, 1962). Después empezaron a visitar la caverna los espeleólogos, unos personajes algo extravagantes, un tanto andinistas, que en lugar de ascender descienden, otro tanto exploradores, algunos más o menos científicos, otros solo mero aventureros, y si fuera por esta práctica poco común que se definiera su personalidad, entonces estaríamos tratando de locos de remate. Uno de esos grupos fue el nuestro, el Espelaion, que también reunió varias de estas características en sus integrantes, especialmente la última.
Durante 1988, en una corta estadía en la cueva, exploraríamos el descubierto Pozo de Arcilla y recorreríamos completamente la Galería de Cristal. Pero para mediados de 1989, con más entrenamiento, con el conocimiento de técnicas de andinismo y con un mejor equipo, decidimos regresar a la caverna para explorarla nuevamente en su totalidad. Se trataba de una re-exploración, buscando dilucidar algunos puntos confusos de los mapas, o algunas partes de paso dudoso. Fuimos con una idea ambiciosa, esperando descubrir alguna zona pasada por alto, Osvaldo, Kike y yo.
Después de varias vueltas y charlas con gente de Malargüe, de la Municipalidad y de Turismo, conseguimos un permiso para entrar a la caverna, y la llave del candado para abrir las viejas rejas. Contratamos una camioneta para que nos llevara hasta el pie del cerro, y que nos fuera a buscar una semana después. Era mayo, un poco antes de que cayeran las primeras nevadas.
La camioneta nos había dejado a las tres de la tarde, tomamos unos mates cebados por Kike, colgamos la bandera del Espelaion en el techo de la entrada de la caverna, prendimos los dos faroles a querosene, ya que a partir de las seis ya empezaba a oscurecer, y comenzamos a armar la carpa en el suelo de cenizas del Gran Salón. Acomodamos las mochilas, la comida la colgamos del techo en bolsas, para que no la alcanzasen los ratones que suelen frecuentar el lugar. Para cocinar usábamos un calentador a gas.
Enseguida nos comenzamos a equipar para comenzar la exploración a la caverna, nos pusimos la camisa uniforme y los arneses debajo de la ropa, para no dañarlos por el rozamiento con las rocas, agarramos dos cuerdas, de treinta y de quince metros respectivamente, mosquetones, ochos, cordines, vincha con luces, pilas, faroles, guantes, rodilleras y dos cámaras de fotos. El termómetro marcaba once grados en la entrada, adentro es un par de grados más frío, pero sin variaciones.
Comenzamos explorando una serie de pequeños orificios a los costados del Gran Salón, y una galería circular ascendente, denominada por nosotros El Tubo, que tiene 43 metros de largo, donde avanzamos en la exploración de un pozo hasta llegar a los quince metros de profundidad.
Luego nos introdujimos por la galería que conduce al Pozo de la Duda. Kike bajó ese pozo circular de unos tres metros de profundidad, y encontró un pequeño orificio a un costado, y este conducía a otro más estrecho hacia abajo. Lo seguimos Osvaldo y yo. Descubrimos una gran bajada que conducía a una sala enorme, que yo calculaba que era El Pesebre. Pero al bajar, reconocí que se trataba de la Sala de los Derrumbes. Habíamos descubierto una nueva conexión y que no figuraba en los mapas. Ta que la exploración de esta sala la teníamos planeada para otro día, regresamos por una galería ascendente, de unos 25 metros de largo y que parte a mitad del Barranco, hasta el Pozo de la Duda, donde recogimos nuestras cosas.
Por esa zona parte la denominada Chimenea de Espiral en un mapa del CAE (Centro Argentino de Espeleología). Por allí subió Kike y “voló” por los techos. Nosotros quedamos abajo, en la galería repleta de bloques derrumbados que conduce a la Estalagmita Gigante, y escuchábamos la voz de Kike en las alturas, sin llegar a verlo. Escuchábamos sus palabras de admiración al contemplar hermosas concreciones y espeleotemas. Nosotros subimos por otro lugar de más fácil acceso, aunque resbaloso debido a las rocas lisas y húmedas, hasta encontrarnos con Kike. Es un lugar repleto de estalactitas y columnas de grandes dimensiones, sin duda la Cámara de los Dioses, uno de nuestros principales objetivos.
Sacamos varias fotos de este bello lugar. Kike encontró una galería hacia el oeste y se mandó a explorarla, pasando por encima de tres pozos que comunicaban al mismo lugar, desconocido para nosotros. Al rato regresó diciendo que terminaba en el cruce de dos diaclasas muy estrechas como para pasar. Andábamos por uno de los lugares más altos de la caverna. Esos mismos tres pozos también los observó Osvaldo, que se encontraba en una plataforma unos metros más abajo. Desde este último lugar iniciamos el descenso, atamos la cuerda roja de quince metros en una estalagmita, y Osvaldo fue el primero en bajar en rappel, con el ocho y mosquetones. Esperamos Kike y yo silenciosamente, escuchando lo que Osvaldo describía. No tocaba las paredes, era un lugar inmenso, y la cuerda no llegaba al suelo, se le terminó justo cuando pudo hacer pie en una saliente de la pared. Era una diaclasa enorme, de unos veinte metros de altura, desde esa saliente pudo bajar sin cuerda hasta el suelo, y luego descubrió agua en un gran charco. Estábamos gastando las pilas a medio usar a lo loco, a cada rato hacíamos un cambio de cargador, y algunos nos duraban cinco minutos. Kike se quedó esperando junto a los faroles y yo entonces comencé a bajar hacia donde había llegado Osvaldo, también en rappel y contemplando esa apasionante bajada entre las penumbras de las rocas. No veía hacia donde iba, y no tocaba las paredes, me quedaban lejos y la bajada era totalmente vertical. Llegué a la saliente, que enseguida reconocí, era el “balcón”, y el charco era “la olla”, y esa era la diaclasa de la Cascada. Habíamos hecho otro importante descubrimiento, otra conexión que no conocíamos.
Regresamos hasta donde estaba Kike dando un gran rodeo por otras galerías y salas. Una vez reunidos los tres, tomamos nuestro primer descanso y nos comimos un mantecol.
A continuación exploramos la galería denominada El Pesebre, la más larga de la caverna, pero quizás la más relativamente fácil de recorrer, después de sortear su entrada, de unos cuatro metros verticales, y luego bajar ayudados por la cuerda hasta la galería propiamente dicha. Se ingresa a mitad de su recorrido y primero nos dirigimos hacia su sector sur, bajando. Es la galería más oriental de la caverna. Kike exploró en rappel un pozo. Eran las tres de la mañana y nos tomamos un segundo descanso, habíamos comenzado la exploración pasadas las seis de la tarde. Comimos un chocolate para recuperar energías y seguir. Llegamos a la Sala de la Estrella y yo exploré una subida hacia el este. Y así, bajando por la galería y explorando pozos y rincones, hasta llegar a una sala con suelo de arena volcánica, donde nos enterramos los pies y se nos metía en el calzado. Kike encontró una conexión que lleva a la Sala de los Derrumbes, se trata de una ventana enorme, a la que había alcanzar haciendo presión del cuerpo contra las paredes en forma muy riesgosa. Luego de esto emprendimos el regreso a la entrada de la caverna, a la que llegamos a las cinco y media de la mañana, después de más de once horas de exploración.
Al día siguiente exploramos el sector norte de la galería del Pesebre, pasamos por la Sala de las Flores, nombre debido al color blanco de los espeleotemas de las paredes, que asemejan a flores, allí es donde termina el recorrido que se les hace a turistas. Más allá está la Garganta del Diablo, una hermosa pared de tono dorado tirando a rojizo, con una imponente doble chimenea, únicamente escalable utilizando clavos, cosa que no hicimos. Después de centenares de metros llegamos al final de la galería, en un lugar con hermosas concreciones color miel, velos y estalactitas.
Para los siguientes días se nos presentaba un gran inconveniente, casi nos estábamos quedando sin pilas, y se nos había volcado casi todo el querosene. Nuestras exploraciones estaban en peligro, no podíamos seguir en esas condiciones.
Pero lo teníamos al voluntario Kike. A la mañana temprano cargó en un bolso pequeño un poco de salame y pan, dulce de batata y cigarros. También llevó una cantimplora para cargar agua, y se fue en dirección a Bardas Blancas, el pueblo más cercano al lugar, para comprar pilas y querosene. Caminó entre cerros y montañas, cortando camino entre los valles. Regresó a eso de las seis de la tarde habiendo conseguido el objetivo. Podíamos seguir explorando.
Mientras tanto Osvaldo y yo exploramos cada rincón de la Sala de los Derrumbes. La caverna tiene como característica que cualquier recoveco, alguna piedra que pareciera no tener importancia, puede ser el paso a descubrir nuevas salas y galerías. Entre bloques derrumbados, entre paredes que no son lisas y a veces muy altas, con vueltas y zonas oscuras, y teniendo en cuenta que no teníamos buena iluminación, es fácil pasarse lugares por alto. A veces se trata de animarse a intentar superar pasos que parecen imposibles de pasar. Sobre el final de esta sala había un diminuto orificio, frente al cual me quedé un rato analizando y pensando como tenía que colocar mi cuerpo y girar, para poder pasar. Logré pasar y avanzar, aunque solo por cinco metros más.
Exploramos una pequeña sala inferior a la de los Derrumbes, a la que tuvimos que acceder por un pequeño agujero y luego practicar una bajada de unos ocho metros por una diaclasa de paredes lisas, bajamos mediante un rappel con la cuerda roja. Primero bajó Osvaldo y exploró el lugar un poco, al rato me llamó diciéndome que había encontrado la “ventana” que comunica con el Pesebre. Entonces bajé yo, rompiéndome la camisa en una saliente y dándome un buen golpe en una rodilla. Subimos a la “ventana” con dificultad, debido a lo frágil de las paredes de cristales y pinitos. Es el lugar a donde había subido Kike desde el Pesebre. Bajamos de allí, revolvimos bien ese sector y subimos por la cuerda a fuerza de brazos y haciendo presión contra las paredes, hasta la saliente de arriba. Yo le hice de seguro a Osvaldo, que bajó a explorar la diaclasa para el otro lado, atado a la cuerda. Recorrimos los tres o cuatro metros “colgados de las paredes”, hasta salir por ese orificio estrecho a la Sala de los Derrumbes.
Exploramos la zona de la diaclasa de la Cascada y revisamos palmo a palmo el Barranco, para después de unas cinco horas de exploración, regresar y encontrarnos con Kike.
Al día siguiente, al ver que se aproximaba un micro repleto de un contingente de treinta chicos de una iglesia de San Rafael, con tres guías, nos apuramos en prepararnos y rajamos hacia el interior de la caverna.
Enfilamos hacia la Galería del Tigre, donde antes de alcanzarla nos detuvimos a contemplar un rincón con gours, que son un tipo de espeleotemas, es decir concreciones de roca de las cavernas, tal como si fueran piletitas o pequeñas terrazas de cultivo de roca.
Al pie de la bajada a Echart enganchamos la cuerda blanca de 30 metros, pero doble, como para poder recuperarla desde abajo. Bajaron Kike y Osvaldo en rappel, con gran dificultad porque esta bajada es estrecha y retorcida. Hay diecisiete metros hasta el primer descanso, y la cuerda se terminó antes y tuvieron que recorrer dos o tres metros más a mano limpia. Desde arriba bajé los faroles con la cuerda de quince metros, y a continuación bajé yo. Pero cuando quise recuperar la cuerda ésta no quiso ceder de ninguna manera. No quedaba otra que subir y desengancharla, y esto lo hizo Kike. Soltó la cuerda, que la enrollé yo abajo, y después bajó él sin nada, apoyándose en las paredes a presión, inaugurando una nueva ruta turística: “Echart sin soga”.
Desde este primer descanso bajamos cinco metros más sin dificultades, hasta llegar a la última bajada de cinco metros verticales. Atamos la cuerda roja doble, para recuperarla. Bajamos en rappel sin problemas, y recuperamos la cuerda. Habíamos llegado a la Sala Echart. Desde esta enorme sala continuamos hacia el Cráter por un paso entre colosales bloques de piedra. A mitad de camino se puede ver hacia la derecha y hacia abajo la hermosa Galería del Elefante, que exploraríamos después, con su bellísima pared de velos, otra fantástica concreción de estalactitas, estalagmitas y columnas, pisos de gours, y la “ola de piedra”. Uno de los lugares más hermosos de la caverna.
Este tramo hay que hacerlo con sumo cuidado porque bordea un gran precipicio. Unos metros más y llegamos a un pequeño orificio muy escondido, que quizás no lo hubiera visto nadie más que nosotros en nuestra expedición del 87. Tiramos por él la cuerda de quince metros y pasé yo primero. Bajé en rappel por espacio de unos diez metros por una amplia galería que desemboca en la Sala del Cráter. La cuerda terminaba al borde de este pozo, de unos dos o tres metros de profundidad. Bajaron Kike y Osvaldo y exploramos todo ese sector, y según nuestros cálculos, el lugar más profundo de la caverna.
Alguien la denominó Sala de la Fantasía, pero más comúnmente conocida como Sala de la Madre, por sus gigantes concreciones estalagmíticas en forma de pechos de mujer, para muchos el lugar más hermoso de la caverna. Se trata de una gran sala circular, de techo bajo, por lo que hay que recorrerla agachados, repleta de estalactitas, gruesas, finas, estalagmitas, frágiles columnas, una verdadera selva de piedra.
Regresamos Echart y continuamos por las galerías y orificios hasta la gran Galería de Cristal y su espectacular subida. Continuamos por la Galería del Capitel. Por estas zonas pasamos rápido porque ya las teníamos bastante bien exploradas.
Pero al llegar a la Salita del Capitel, nos encontramos con una amarga sorpresa. El más desagradable destrozo de estalactitas que nos hubiera tocado ver. Habían destrozado todo, las hermosas estalactitas fideos, y… ¡el Capitel!! ¡Se lo habían llevado! Rompieron el Capitel, lo cortaron de su mesa de piedra, y lo robaron, rompieron estalagmitas enormes, fue tremendo el destrozo encontrado. Y no tuvo que haber pasado mucho tiempo, un año atrás nosotros habíamos pasado por ahí y estaba todo bien. Había una antorcha y un bidón con querosene, que seguramente fueron usados por el destructor. Sacamos una foto para testimoniar lo encontrado y luego avisar en Malargüe. Por estas cosas es que resalta la importancia de la protección de los lugares naturales, así como la concientización sobre el daño que se puede ocasionar.
Con este feo sabor regresamos a la entrada. Al día siguiente exploraríamos el Mar de Coral, una hermosa galería con paredes de hermosas formaciones de tonos azulados, la que figuraba perfectamente cartografiada en el mapa pero nunca recorrida por nosotros.
Y la caverna nunca nos dejaba claro su final. ¿Cómo poder decirlo? Tres mil metros recorridos en total, eso calculábamos. Los guías locales acostumbraban hablar de cinco mil, pero quizás como un número redondeado para arriba y con un lindo impacto en su venta turística. Pero Las Brujas siempre puede dar sorpresas. Nos quedó subir la doble chimenea de la Garganta del diablo, pero sabíamos que otros la habían subido. Y la temible e inasible Chimenea de Arcilla, para la cual pensábamos usar unos clavos especiales, muy largos como para asegurarlos en esas paredes lisas y arcillosas.
Un par de años después volvimos por última vez, aunque medio de pasada, e intentamos dar con la llamada Sala de Lorena, su nombre y descubrimiento debido a una exploración por gente de esa región francesa, pero que nadie supo decirnos bien por donde se encuentra.
Ya han pasado muchos años de esos días de exploración, pero el embrujo persiste. Y la pregunta sigue sin ser respondida, no tanto aquella sobre el final de la caverna, al que siempre nos estaremos aproximando. Más bien se trata de otra pregunta, aquella acerca de las razones que nos llevaron y siguen llevando a esta caverna, cuya respuesta cada vez se nos va alejando más.
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