“El 10 de Enero, apenas las primeras luces colorearon las cimas de los cerros vecinos, el Obispo y el Juan Pobre, la extrema diafanidad de la atmósfera permitió vaticinar que se viviría una jornada calurosa. Ese pronóstico se cumplió hasta aproximadamente el mediodía, en que la canícula fue casi sofocante. …”
“A los 12,30 retumbó en el angosto valle un sordo bramido que aumentaba paulatinamente en intensidad, como si se descolgara lentamente de las próximas alturas…”.
“En ese preciso momento Humberto Díaz, jefe del Correo, con su esposa y su cuñada, observaba el río aguas abajo de la confluencia del Cuevas con el Tupungato, advirtiendo que las enloquecidas aguas aleonadas aumentaban rápidamente su caudal, a la par que erosionaban las barrancas del cauce, provocando continuos derrumbes”….
“Varios fueron los puentes ferroviarios destruidos, entre ellos el ubicado en el Km 54 que fue arrastrado a 600 metros de su emplazamiento y el del Km. 64, que desgajado de su base, quedó paralelo a la corriente del curso”.
“El río, que habitualmente transporta en esa época del año y en ese sector 100 m3 de agua, aumentó al momento de la crecida hasta los 3500 m 3…
“Recién al día siguiente fue posible advertir en su real magnitud las consecuencias del aluvión, constatándose que había destruido prolongados tramos de las vías del Trasandino, puentes, líneas telefónicas y la usina de Cacheuta, …. Aún 24 horas después de Ilegar a su punto máximo de crecida, el Río Mendoza transportaba un caudal de casi 500 m3 por segundo”.(1)
(1) Alfredo Magnani. Obra inédita, Montañas Argentinas, Tomo VII.
Los hechos relatados magistralmente por Alfredo Magnani fueron el inicio de grandes interrogantes. Cual era la causa del desastre? De donde provenía semejante masa de agua?
Lentas indagaciones permitieron saber que ese día había tenido desenlace un acontecimiento lejano: Tiempo atrás, un glaciar ubicado en las entrañas de la cordillera limítrofe, el Glaciar Grande del Nevado, había avanzado repentinamente construyendo un dique de cientos de metros de alto que impedía el desagüe normal del río del Plomo. Mucho mas tiempo tardó la barrera natural en formar una gran laguna que en romperse y desagitarla violentamente.
Partimos desde P. de Vacas ( 2400 m) a comienzos de Enero de 1999, por la Quebrada Tupungato hacia el sur. Éramos Juan Pablo Gustafsson, Martín Suso, Ramiro Casas y el autor, del Grupo Rosarino de Actividades de Montaña (GRAM).
Intentábamos llegar al lugar del origen del aluvión y traspasándolo hacia el norte, remontar el Glaciar del Plomo para bajar hasta Puente del Inca.
Estábamos a la vez inquietos y entusiasmados con el experimento que íbamos a realizar prescindiendo de cualquier apoyo. Siempre hemos creído que ser montañista es arreglárselas solo, reducir las pretensiones de una vida demasiado civilizada, llevar el equipo mínimo y saber usarlo (ese convencimiento nos llevaría años mas adelante a intentar subir altas montañas sin carpa, calentador, ropa o calzado especial).-
Como calculamos emplear un par de semanas teníamos un problema: el peso. Durante esta excursión debíamos caminar sobre terreno cambiante, al comienzo por polvorientas quebradas y mas adelante sobre el glaciar mas grande de Mendoza, dos collados a 4000 y 5000 metros y si se podía subir alguna montaña. Así que debíamos acarrear además del equipo de acampe el de escalada en hielo. Quedaba poco sitio para la comida, habría que resignarse a hacer dieta (menos de 1500 kcal/persona/día)
Inmediatamente tropezamos con las barreras naturales del río Tupungato y sus afluentes, ya tan temidas por la misma expedición de Fitz Gerald de fines del siglo XIX. El segundo día solo pudimos llegar al Arroyo Chorrillos bajando un tramo en un rapel de 60 m. El paso tenia la mayor importancia: era muy difícil regresar por ahí. (hoy el obstáculo no existe porque se ha instalado un cable que sirve como pasamanos)
Pero eso era exactamente lo que veníamos a buscar, un verdadero privilegio: Las grandes distancias y el aislamiento obligaban a aprovechar lo que la naturaleza nos daba descaertando el equipo sofisticado. Esta travesía no podía hacerse de otro modo.
Caminábamos de sol a sol con nuestras mochilas de 30 kilos, descansando en periodos muy estrictos. Dormíamos en viejos refugios del Ministerio de Obras Publicas que estaban parcialmente en ruinas y retomábamos el camino al amanecer. Cocinábamos con pequeños arbustos mientras reparábamos el calzado destrozado durante la jornada. Vivíamos al ritmo de la naturaleza y así, a medida que el cuerpo se adaptaba a la nueva dieta, estábamos felices de avanzar entre 20 y 35 kilómetros diarios.
Luego de dormir en los refugios Rio Blanco, Chorrillos y Polleras, el cuarto día llegamos al sitio donde se originó el aluvión de 1934: la presión del hielo había grabado la piedra desnuda y lustrosa con amplios surcos horizontales. En este sitio otra vez el terreno nos puso a prueba y solo con imaginación y tenacidad pudimos trasponer el paso y llegar al valle superior donde Reichert instaló su campamento 80 años atrás.
Se habían acabado los refugios y dormíamos al aire libre. Para reponernos descansamos un día, reparamos el equipo, hicimos algunas recorridas y ascendimos las “Roches Mountonees”, formación típicamente glaciar de unos 4000 m
En adelante, como desaparecía la vegetación empezamos a hacer uso del calentador y del escaso combustible que acarreábamos.
Al comenzar la segunda semana nos internamos en el glaciar, la parte clave del recorrido. Lamentablemente el hielo estaba cubierto tupidos penitentes y plagado de grietas Continuamente, después de abrirnos paso derrumbando penitentes durante horas debíamos retornar porque una grieta bloqueaba el avance.
Íbamos muy lentos, pero no había alternativas porque la perspectiva de volver por la quebrada del Tupungato era muy dudosa.
Aunque sabíamos que la doctrina tradicional de avance en este terreno obliga al uso de la cuerda, tratamos de destrabar el engorroso asunto avanzando desencordados. A esa altura, lo único que nos importaba era poder salir. En tal grado de aislamiento solo rendíamos cuenta entre nosotros, el resto del mundo no existía: ni pedíamos ni debíamos nada.
Dejamos a la izquierda la desembocadura del Glaciar Bajo del Plomo (Po. Doris), y a la derecha el Po. Francisco Moreno.
De tardecita alisamos los penitentes e instalamos campamento sobre el hielo, cerca de una cascada de seracs donde desembocadura el glaciar mas potente de este grupo. Como no tenía nombre y proviene del Cerro Central, lo bautizamos como “Glaciar Central”.
A medida que ascendíamos los penitentes se hacían mas densos y altos, hasta unos dos metros. Así era imposible siquiera ver adonde íbamos. Entre riesgosas (íbamos con grampones) acrobacias, empujones y caídas el primero abría la huella haciendo su “turno” de media hora para pasar luego a la retaguardia y recuperarse. Aun así solo avanzábamos menos de 100 metros por hora: el segundo día en el hielo habíamos ganado menos de un kilómetro.
Vivac. El Po. Alto del río Plomo. Tanto desgaste y mediocre alimentación terminó haciéndose sentir: estábamos tan agotados que esa tarde no tuvimos fuerzas para alisar espacio para la carpa así que tumbamos tres o cuatro grandes penitentes y dormimos en una especie de trinchera de nieve a 4.700 m
Y si hubiera habido mal tiempo? Que nadie nos había obligado a meternos ahí? Que podríamos haber pasado unas vacaciones en un playa? Que no teníamos derecho a quejarnos? Es cierto, pero no cargábamos culpas a nadie ni nos creíamos héroes.
Por suerte la tormenta – que siempre estaba un poco mas allá o un poco mas aca – tampoco llegó esa noche y al amanecer pudimos encontrar paso en el límite del hielo, llegando a las nacientes del glaciar. Estamos a casi 5000 metros, en el Portezuelo Alto del río del Plomo, un inaccesible nudo central de la Cordillera Principal.
Nada de descansar: antes de armar campamento debíamos hacer una verificación: encontrar la canaleta de nieve que baja al Valle del río Blanco. Era un momento especial: si el canal helado no se había formado estaríamos en problemas. Habría que desandar todo el camino hasta Punta de Vacas, así que, aun tan cerca de completar el recorrido deberíamos emprender el regreso inmediatamente.
Nos asomamos al precipicio de 1600 metros un poco atragantados. Pero estábamos de suerte! La canaleta llena de penitentes era nuestro tobogán hacia el valle.
Armamos la carpa cerca de una lagunita, y pasamos el resto del día secando y reparando nuestras cosas.
Al otro día, llevábamos 11 de excursión, emprendimos el ascenso del cerro Rio Blanco de 5.300 m, unos 450 m de desnivel.
Al comienzo la nieve tenía 35 grados, pero solo entraba la punta de los grampones. Paulatinamente se empinó hasta pasar los 45 grados, momento en el cual afloró hielo cristal. Ese ascenso fue muy meritorio para Juan Pablo y Martín que era casi la primera vez que se ponían grampones.
Además, en el afán de reducir el peso, solo contábamos con una piqueta por persona, una cuerda parcialmente seccionada y algunos tornillos tubulares, así que debimos concentrarnos bastante y solo asegurar el último largo.
En la cumbre, un pequeño e inestable balcón a 2000 metros sobre el valle, festejamos el cumpleaños de Juan Pablo. Para bajar armamos un rapel y luego desescalamos rápidamente porque caían piedras.
El regreso al campamento se hizo un suplicio, otra vez nos sentíamos agotados, ninguno podía caminar. No sabíamos bien la causa, suponíamos que era la pésima alimentación o la tensión nerviosa por la exposición durante la reciente escalada.
Mientras el clima fue cambiando; grandes cumulusnimbus aparecieron en el oeste y llegamos a la carpa con la tormenta ya encima.
Muchos rayos y estampidas cercanas. Nada que hacer, es cuestión de suerte, “la divina providencia”. Nos sentamos los cuatro dentro de la carpa hasta que a la madrugada paró de nevar y Ramiro salió a dormir sobre la nieve.
El clima de la Cordillera Central se comportó como se supone: al día siguiente salió el sol. Al derretirse la nieve se disiparon los temores de avalanchas en la canaleta de bajada y en pocas horas descendimos al valle del río Blanco. Nos sentíamos como en casa.
En el ultimo vivac, mientras disfrutábamos los restos de comida y algo de azúcar que reservábamos en el botiquín nos dedicamos a contemplar esta salvaje cordillera, la que pocos recorren. Un poco de nosotros había quedado allí, entre paisajes desolados y montañas sin nombre.
Al día siguiente, pasamos el Portezuelo Serrata, bajamos la Q. de Vargas y llegamos a Puente del Inca, donde todo el mundo nos miraba con desilusión porque no veníamos del Aconcagua sino de un sitio que nadie conoce.
PENITENTES.Las nieves penitentes son gigantescas astillas de nieve dura, aguzadas, y en ocasiones tupidas como pelos de un denso cepillo. Se forman por acción de la radiación solar y tienden a disponerse en dirección este-oeste, de modo que el penitente, en cualquier horario del día, proyecta muy poca o ninguna sombra. Los hay desde escasos centímetros a varios metros de alto y raramente se presentan aislados. Desde lejos resultan pintorescos, dando a las laderas de las montañas un aspecto aterciopelado, pero para los andinistas son una pesadilla.
GLACIARES Y GRIETAS. Un glaciar es una corriente de hielo que fluye desde las cumbres hacia los valles por acción de la gravedad. En ese lento fluir, la escasa capacidad que tiene el hielo para adaptarse al terreno que recorre, hace que se formen grietas. Para el andinista las grietas representan un riesgo importante cuando se hallan cubiertas por una capa de nieve blanda.
LA MOCHILA. A veces lo importante, por ser obvio, se olvida: el andinista antes que escalar montañas debe sobrevivir, alimentarse y abrigarse. Una mochila debe proveer primero una vida sin lujos pero tolerable. De otro se emprenderá el regreso a raíz de un disconfort intolerable. Como además el andinista intenta subir montañas, la mochila contendrá esos elementos específicos, cuerda, calzado de montaña, piquetas, clavos, etc. En zonas salvajes y poco exploradas el equipo debe ser POLIVALENTE. Nunca debe faltar una cuerda; para asegurar la escalada, descender, cruzar un río, fijar la carpa en la tormenta, improvisar una camilla…
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